martes, 30 de enero de 2007

La visión de Dios en "La guerra de la galaxias"


Se ha señalado repetidamente que la saga cinematográfica de "La guerra de las galaxias" tiene, como trasfondo religioso, un espiritualismo panteísta de estilo New Age. Y, en efecto, "La guerra de las galaxias" presenta una visión panteísta e impersonal de la divinidad: la Fuerza, energía cósmica presente en todo el Universo y que posee un "lado luminoso" y, en contrapartida, un "lado oscuro". La Fuerza es un Tao cuya dualidad -yin y yang- posee un esencial componente ético; un éter akáshico, una urdimbre energética de estilo hinduista -Brahma- cuya polarización dual -oscuridad y luminosidad- plantea a los hombres el ineludible deber de una opción que determina la dirección moral de sus actos.

Ciertamente, una deidad impersonal significa una regresión cualitativa respecto al Dios cristiano, una "primitivización de lo divino". Sin embargo, tal vez convenga hoy recuperar la idea del misterio de Dios a través de la noción de impersonalidad y de lo irracionalizable. Como señaló Rudolf Otto en su clásico ensayo, el hombre moderno ha olvidado la dimensión irracional y "tremenda" (literalmente, "que hace temblar") de Dios. La Fuerza de "La guerra de las galaxias" es una realidad abstracta e impersonal, inefable, y por ello mismo misteriosa. El Dios cristiano, por su parte, a la vez se revela y se oculta. Es el rostro de Cristo y el Ungrund abismático de Jacob Böhme; un Ungrund-Abgrund cuya esencia amorosa -Deus charitas est, según nos ha recordado Benedicto XVI- no suprime la dimensión "incognoscible de Dios", "cuyos caminos no son nuestros caminos". El Dios cristiano es, según Nicolás de Cusa, una "coincidentia oppositorum". Algo que deberían recordar quienes se aferran al tópico simplificador y radicalmente falso del Dios personal cristiano como
una deidad "antropomórfica" y desprovista de la dimensión de misterio inherente a la noción de divinidad.

El evangelismo norteamericano condena "La guerra de las galaxias" como parte de la producto de la Nueva Era y obra del Anticristo que, con sus seducciones, nos aparta del Dios hecho hombre y muerto en la cruz. Y, ciertamente, también desde la ortodoxia católica la espiritualidad creada por George Lucas desde la California zen posmoderna deja mucho que desear: la Fuerza es un pálido reflejo de la luminosidad deslumbrante del Dios trinitario. Sin embargo, en una época tan desorientada como la nuestra, todo lo que, de algún modo, sintoniza a los hombres con la luz del bien, frente a la oscuridad del mal, debe ser bien recibido. Un bien menor no deja de ser un bien, y las mentes no están hoy para pedirles grandes esfuerzos. Los caminos de Dios, que son inescrutables, tal vez sepan aprovechar la saga galáctica hollywoodiense para producir más y mejores efectos que los que nosotros alcanzamos a divisar.

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domingo, 28 de enero de 2007

DARWINISMO Y CAMBIO DE PARADIGMA


Cualquier conocedor de la historia cultural de Occidente sabe perfectamente que el darwinismo es mucho más que una teoría científica más o menos aséptica. Forma parte del gran cambio cultural que, desde el siglo XIX, ha efectuado el tránsito del ser hacia el devenir propio del mundo moderno. O, dicho de otro modo, del platonismo al nietzscheanismo; de la metafísica estática al universo evolutivo y dinámico. El darwinismo, filosofía del devenir aplicada al mundo natural, es el instrumento que la mentalidad moderna utiliza para aniquilar los últimos vestigios de la "filosofía perenne" (platonismo, aristotelismo y escolástica) dentro de la corriente principal de la cultura del Occidente moderno. En este sentido, es, más que una teoría científica, una teoría filosófica con pretensiones de verdad científica incuestionable.

Ahora bien: en la medida en que el evolucionismo darwinista ha adoptado, como parte esencial de su basamento filosófico, una visión mecanicista y, por tanto, antifinalista de la realidad, se ha condenado a alejarse cada vez más de la dirección adoptada por la ciencia contemporánea más puntera. El paradigma mecanicista se encuentra absolutamente superado dentro de la Física moderna, mucho más cercana al finalismo aristotélico y a la idea clásica de entelequia. Por lo demás, no hace falta insistir en las continuas dificultades que se plantean al intentar dar razón de los fenómenos biológicos dentro de un marco explicativo reducido a la pura causalidad mecánica y a la acción del azar, prescindiendo, por imperativo de un apriorismo ideológico, de la noción de finalidad.

Por lo tanto, parece obligado admitir que la ciencia actual se encuentra hoy -utilizando el célebre concepto de Thomas Kuhn- ante un "cambio de paradigma" que debe afectar muy especialmente a la teoría darwinista de la evolución. Ciertamente, los defensores del darwinismo se resisten ferozmente a este cambio, en gran parte porque, a su modo de ver, supondría tener que aceptar la teoría del diseño inteligente, sostenida por el aparato científico en el que se apoya el creacionismo evangélico norteamericano: algo totalmente inadmisible para Richard Dawkins, Stephen Jay Gould y tantos otros. Pero, en realidad, abandonar el evolucionismo mecanicista en favor de teorías espiritualistas y finalistas no significa, como ellos creen, renunciar a todo el legado de la modernidad. La visión teleológica y antimecanicista de la Naturaleza se inscribe claramente dentro del Romanticismo decimonónico, que primó el devenir sobre el ser; un devenir ni ciego, ni caótico, ni irracional, sino orgánico, armónico y conducido por las "causas ocultas" de la escolástica medieval y la filosofía natural del Renacimiento. De este modo, la visión organicista de la Naturaleza en que se basa la teoría de la resonancia mórfica y los campos morfogenéticos, propuesta por el biólogo inglés Rupert Sheldrake, o bien la visión de la evolución cósmica finalista de Teilhard de Chardin, conectan con la gran metáfora romántica del árbol como modelo explicativo del mundo natural. El árbol romántico sustituye al reloj cartesiano, metáfora del mecanicismo que excluye a priori las causas finales.

La nueva visión del evolucionismo significa, por tanto, abandonar el mecanicismo cartesiano y el materialismo dogmático, para adoptar -porque se adapta mejor a la realidad de las cosas- un modelo aristotélico-medieval-renacentista-leibniziano-romántico. Esta debe ser, sin duda, una de las grandes mutaciones culturales del siglo XXI. Y ello no supone de suyo ceder ante un ingenuo creacionismo, inaceptable para el científico standard actual (aunque no para un pensamiento plenamente abierto al misterio de lo real). La alternativa al darwinismo no es únicamente el creacionismo. Siguiendo aquí el anarquismo epistemológico de Feyerabend, afirmamos que la época que ahora pugna por comenzar debe excluir los apriorismos ideológicos y admitir todas las hipotésis y teorías que puedan contribuir,como herramientas cognoscitivas, para explicar uno u otro aspecto de la realidad. La realidad es polimórfica y multidimensional. Aferrarse al materialismo mecanicista como a un ídolo irrenunciable sólo es un síntoma de ese anquilosamiento del espíritu que constituye la principal enfermedad del Occidente moderno.

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jueves, 25 de enero de 2007

OCCIDENTE Y EL MITO DE LILITH


Si preguntáramos a sexólogos, antropólogos, etnólogos, psicoanalistas y mitólogos de la izquierda intelectual, así como a las feministas más radicalmente contestatarias y a las neobrujas de la Wicca anglosajona, comprobaríamos que el nombre de Lilith sería pronunciado con los más cálidos y entusiastas acentos. En efecto: pues la enigmática Lilith es un arquetipo extraordinariamente valorado en ciertos círculos del Occidente actual.

Para quienes –por fortuna- no frecuentan tales círculos, seguramente convendrá ofrecer una somera explicación. Según el Talmud judaico, Lilith fue la primera esposa de Adán, anterior a Eva y que, no queriendo someterse a su marido, lo abandonó para vivir en la región del aire, iniciando así una rebeldía cuasi-demoníaca. De hecho, el ocultismo la considera un demonio femenino o súcubo, y las tradiciones extra-judaicas la caracterizan como la anti-madre que se ensaña con el hijo –como la Hécate griega-, la madre desnaturalizada que reniega de su feminidad maternal. Se la representa como una mujer desnuda cuyo cuerpo termina en una cola de serpiente, y es el antecedente remoto de la mujer fatal y de la ninfa funesta.

Ya con este somero bosquejo, resulta evidente que la moderna civilización occidental, sobre todo desde el siglo XIX, se encuentra singularmente sintonizada con el arquetipo de Lilith. Le fascina, en efecto, ese tipo de feminidad invertida o antifeminidad, muy cercana al tipo de mujer autosuficiente difundido por la publicidad contemporánea y por los medios de comunicación. Lilith atrae, hechiza –es su oficio- y vende.

Haciendo un apresurado recorrido histórico desde 1850 hasta nuestros días, nos encontramos con diferentes variantes del arquetipo de Lilith en Gustave Moreau y el prerrafaelismo pictórico, la Salomé del decadentismo fin de siècle, la Nora de Ibsen en Casa de muñecas, Marlene Dietrich, Leni Riefenstahl, Simone de Beauvoir, la Lolita de Nabokov, Anais Nin, la antropología feminista New Age de la década de los 60, la revista Cosmopolitan, la MTV, Ally McBeal, la crítica de arte y ninfómana Catherine Millet, la Love Parade berlinesa o el falso dúo musical lesbiano T.A.T.U, que alcanzó cierta celebridad hace unos años. Cuando las pasarelas contemporáneas exhiben sus escuálidas nínfulas, demacradas y ojerosas, en realidad están rindiendo culto a este arquetipo infernal. Y merecería la pena estudiar hasta qué punto la homosexualidad contemporánea, la mentalidad anticonceptiva o el fenómeno de la anorexia no hunden sus raíces más profundas en las turbias aguas de Lilith.

Si consultamos ciertos manuales modernos de Astrología, encontraremos que en ellos se valora positivamente el símbolo de la Luna Negra, es decir, el vacío demoníaco que representa Lilith: habiendo renegado de la feminidad perfecta, representada por la Virgen María, Occidente ha caído en las garras de esa degradación de Eva que es la rebelde, esquiva y aérea Lilith. La recuperación de una feminidad ontológica que integre también la dimensión intelectual de la mujer, nada mejor que adoptar como modelos a la mística medieval Hildegarda von Bingen –una cristiana para la Era de Acuario- y a la pensadora católica del siglo XX Edith Stein, paradigma de la profundidad filosófica. La Virgen María también sabía pensar. Y, sin duda, mucho mejor que Lilith.

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miércoles, 24 de enero de 2007

EL GALLO CANTA AL AMANECER


Hace unos años, pasé una semana de agosto, junto a un grupo de amigos, en una casa rural del altiplano murciano. Y, entre los muchos recuerdos significativos que guardo de aquellos días, está el de despertarme cada mañana, bien temprano, con el canto del gallo que los dueños de la finca tenían en el corral contiguo a nuestras habitaciones. Su kikiriki ritual, que anunciaba la salida del sol por el horizonte, igual que la cadencia rítmica de las campanas del pueblo, que se oían a lo lejos, transportaba mi memoria a la atmósfera de una época pretérita.
En primer lugar, a mi propia niñez, en la que todavía alcancé a conocer vestigios de ese mundo de antaño que hoy ya se nos ha ido: un mundo de campanas, pan recién sacado del horno, abuelas que hacían ganchillo y calceta, el afilador pasando por las calles con su flauta y la gente haciendo la señal de la cruz delante de la puerta de la iglesia. Y, en segundo lugar, a otra época soñada y leída de símbolos perdidos, en la que los signos y elementos de la Naturaleza aún revelaban a los hombres un mundo de significados que hoy ya no sabemos interpretar.
Como hacía, por ejemplo, el canto del gallo: pájaro simbólico de la mañana, ave solar que dispersa las larvas de la noche y anuncia la victoria sobre las sombras de las tinieblas. Un gallo de piedra, presidiendo en efigie la entrada del hogar, proporcionaba a sus moradores protección contra las influencias del submundo demoníaco. En la tradición nórdica, el gallo vigila el horizonte desde las ramas más altas del árbol cósmico Yggdrasil, para prevenir a los dioses contra los ataques de los gigantes, sus eternos enemigos. Y, dentro de la iconografía cristiana, el gallo es símbolo de Cristo y de la Resurrección. Emplazado con frecuencia sobre torres y campanarios, saluda desde allí, mirando a Oriente, al Cristo-Sol que ha triunfado sobre el demonio y los abismos de la muerte. Y, operando alquímicamente en el interior del alma humana, el gallo, ave de la luz matinal, provoca -en el corazón bien dispuesto- un retorno a la mañana primigenia de la Creación, a esa pureza alegre que llama a la actividad y que constituye uno de los tesoros más profundos del alma de los santos: una actividad ordenada y fecunda que, bajo su humilde apariencia, constituye el instrumento más eficaz para transfigurar y llenar de luminosidad la faz del mundo.
El gallo, pues, canta al amanecer para provocar un amanecer espiritual en nuestra propia alma. Y, sin embargo, esto ya no es así para la Europa de nuestros días. Siguiendo la senda abierta por el profetismo de Nietzsche, Europa ha desechado la luz de la mañana en favor de la oscuridad dionisíaca de la noche. Ha optado por el crepúsculo alejandrino, por el ambiente nocturno donde el vacío de la espectral Lilith engendra sombras inquietantes que vampirizan a los hombres. En vez de la frescura matinal del amanecer, las tinieblas de la confusión y de los estados morbosos del espíritu, como la meláncolía, el escepticismo, la abulia, la indiferencia y el hastío. Europa, que ya no sabe levantarse temprano, con el canto del gallo, ha olvidado que "a quien madruga, Dios le ayuda". Pero el propio Zaratustra de Nietzsche ama la luz del amanecer. El sol que asoma por el horizonte, contemplado desde el silencio de las cumbres. Tal vez Zaratustra tuviera su propio gallo. Un gallo que también la Europa crepuscular del siglo XXI debe levantarse de nuevo a oír cantar.

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lunes, 22 de enero de 2007

PUTIN Y EL DARWINISMO GEOPOLÍTICO



En unas recientes declaraciones, el presidente ruso Vladimir Putin hablaba del creciente "potencial de conflicto" que, en su opinión, amenaza actualmente la estabilidad mundial debido a que "determinadas potencias persiguen sus intereses sin atender a los derechos de los demás".
Tal apreciación sobre una escalada de tensiones en el mundo internacional de nuestros días coincide con el diagnóstico de muchos analistas y, grosso modo, se sitúa en la línea de la tesis de Huntington acerca del choque de civilizaciones. Un mundo multipolar con potencias emergentes y ávidas de recursos energéticos desemboca, con un determinismo casi ineluctable, en la guerra hobbesiana del todos contra todos. En este sentido, podría decirse que el trasfondo filosófico que se esconde tras el escenario internacional de nuestros días puede definirse como nietzscheano-darwinista. Un crudo biologicismo que nos recuerda el "struggle for life" de Darwin preside hoy las relaciones internacionales. La competencia encarnizada por las fuentes de energía ha llevado a algún asustado analista a comparar la actual situación con el franco enfrentamiento que caracterizaba las relaciones internacionales europeas en las décadas previas a la Primera Guerra Mundial. Un nietzscheanismo político que, actualizando la teoría del "Lebensraum" a las condiciones contemporáneas, conduce al maquiavelismo de la geopolítica, la razón de Estado y los "arcana Imperii" dominados por un oscuro irracionalismo.
Por otra parte, esta lógica biologicista cobra especial auge en un mundo que, desprovisto ahora del principio estructurador bipolar de la Guerra Fría, no se encuentra unificado por ningún tipo de armonía espiritual. Siguiendo las predicciones de Spengler, los bloques geográfico-políticos se comportan hoy como individuos darwinistas en un universo dionisíaco donde la justificación última de los actos nunca es de naturaleza realmente racional. Por supuesto, cabe invocar la racionalidad espúrea de los intereses nacionales inmediatos; pero el fondo sombrío sobre el que se desarrolla la presente escalada de tensión es, más bien, la voluntad de vivir schopenhaueriana a la que, deseando perpetuarse eternamente en el plano indestructible del ser, le resulta indiferente la muerte de tales o cuales individuos político-históricos.
¿Significa lo anterior que estamos abocados a una guerra de todos contra todos en el escenario internacional de los próximos años? Aunque las perspectivas no son halagüeñas, sería un error caer en un pesimismo determinista; por otra parte, la forzosa brevedad del presente comentario nos impide abordar un análisis más amplio de las tensiones que afectan al mundo internacional actual, no todas las cuales resultan explicables dentro del limitado marco del darwinismo político que estamos comentando. Sea como sea, parece evidente que, contra la tendencia entrópica que busca, como exutorio para una conflictividad creciente, la catarsis colectiva de la violencia, sólo puede oponerse eficazmente un redescubrimiento de los principios espirituales supremos que constituyen la clave de bóveda metafísica para la nueva jerarquía política internacional que, a nuestro modo de ver, constituye la única solución válida para la problemática estructural que afecta hoy con especial gravedad al universo político. Y, a nuestro modo de ver, no resulta necesario precisar que tales principios espirituales se hallan muy por encima del racionalismo masónico-liberal que inspira a la Organización de las Naciones Unidas, y que sólo pueden desarrollarse dentro de una Europa que sepa erigirse como eje vertebrador del -digámoslo ya- Imperio Cristiano Universal donde las pulsiones erótico-tanáticas que impulsan la marcha de la Historia entren en el proceso de superación que ha de desembocar una parusíaca transfiguración definitiva.

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domingo, 21 de enero de 2007

simbolismo oculto del cementerio de elefantes


El explorador inglés del siglo XIX David Livingstone fue uno de los primeros europeos que se refirió a la supuesta existencia del mítico "cementerio de los elefantes": en un lugar recóndito del África Negra, había una especie de santuario funerario a donde se retiraban los elefantes moribundos, para que sus osamentas reposaran junto a las de miles de congéneres pertenecientes a las generaciones anteriores.

Lógicamente, este rumor despertó un enorme interés entre los cazadores ávidos de apoderarse del preciado marfil de los colmillos del elefante. Durante décadas, numerosos aventureros se dedicaron a la infructuosa búsqueda del cementerio de los elefantes. Las novelas de Edgar Rice Borroughs y las películas de Tarzán de la década de los 30 contribuyeron a difundir el mito en el imaginario colectivo occidental. Hasta que, aproximadamente desde 1950, terminó quedando claro que tal cementerio sólo debía ser entendido como producto de un relato legendario. Con lo cual, al parecer, perdía todo interés -salvo como curiosidad folclórica- el mito que, durante décadas, había fascinado a varias generaciones de aventureros visionarios.

Ahora bien: desde el punto de vista simbólico, el cementerio de los elefantes posee un significado que habitualmente ha sido pasado por alto. Idealmente oculto tras una cascada y situado en una hondonada inaccesible y poblada de enormes esqueletos de aspecto cuasi-prehistórico, el legendario cementerio constituye un territorio sagrado que concentra el doble simbolismo del elefante (el silencio, la sabiduría, la memoria) y el marfil (la pureza de la materia noble, como sucede también con el ébano y el cedro). Y, por otro lado, resulta indudable la analogía arquetípica entre el mítico santuario africano de los elefantes y el mito asiático de Shamballa o Shangri-La. En ambos casos, estamos en territorios donde el tiempo detiene, ralentiza o revierte su curso, frente al discurrir mecánico e inexorable de una temporalidad uniforme, propio del tiempo profano, más degradado aún en una civilización occidental que ha destruido la santificación ritual del tiempo, elemento central dentro de la visión del mundo de las culturas tradicionales.

Finalmente, señalemos que el cementerio de los elefantes puede ser situado en la órbita imaginal del inconsciente colectivo y los arquetipos junguianos. Más en concreto: aventuramos la hipótesis de que constituye una cierta manifestación plástica del inconsciente colectivo de Jung, entendido como gran depósito transpersonal donde la memoria colectiva de la humanidad deposita las imágenes fundacionales del universo icónico de la conciencia humana originaria. El cazador occidental que busca el cementerio para esquilmar su marfil corresponde a la pulsión profanadora que, lejos de adoptar una actitud de reverencia hacia ese depósito sagrado de imágenes arquetípicas que subyace en el fondo de toda alma individual, se siente compelido a una continua transgresión, en nombre de una "libertad" que sólo podemos calificar como suicida.

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viernes, 19 de enero de 2007

EUROPA Y LAS DOCE ESTRELLAS DEL APOCALIPSIS


Existen momentos cruciales en los que una civilización se juega el rumbo de su futuro: y esto es precisamente lo que le sucede a Europa en la hora actual. La sonada polémica en torno a la mención de las raíces cristianas de Europa en el Preámbulo de la hoy comatosa Constitución Europea constituyó, hace ahora ya algún tiempo, una encrucijada decisiva. La Europa masónica y laicista de Giscard d’Estaing se negó entonces a introducir la referencia a las raíces cristianas de la civilización europea.

Por supuesto, ni Giscard d’Estaing ni sus acólitos ignoraban lo que es evidente: sabían que esas raíces cristianas han sido fundamentales para la construcción de la cultura europea a lo largo de 2.000 años de Historia. Ahora bien: su negativa expresaba la voluntad de que, de ahora en adelante, el cristianismo sea sistemáticamente ignorado y suprimido a la hora de tomar decisiones, aprobar leyes y, en general, configurar la cultura europea del siglo XXI. La consigna es desterrar el alma cristiana del solar europeo y construir un nuevo tipo de cultura, asentada en los pilares del racionalismo, el cientifismo, el individualismo y el pragmatismo: algo así como el “mundo feliz” de Huxley, pero desprovisto de su apariencia más escandalosamente deshumanizada, para que la deshumanización que se nos propone resulte más aceptable.

Tal es, explicadas las cosas en telegráfica síntesis, la voluntad anticristiana que caracteriza a la Unión Europea posmoderna de finales del siglo XX y principios del siglo XXI. Pero, a poco que se conozca la Historia, se impone reconocer que tal voluntad contradice de modo flagrante el germen fundacional del proceso de integración europea, surgido tras finalizar la Segunda Guerra Mundial. En efecto: tras 1945, fueron los políticos democristianos de Europa Occidental –con Schuman, De Gasperi y Adenauer a la cabeza- quienes impulsaron el delicado proceso de reconciliación del que es absoluta tributaria la Unión Europea actual. Por lo cual, si esta Unión Europea de hoy quiere expulsar de su seno todo elemento operativo cristiano –como hizo al vetar a Rocco Buttiglione-, estará renegando simultáneamente de sus propios orígenes como institución política.

Pero no es sólo eso. Si la Unión Europea quiere convertir el cristianismo en un inofensivo objeto cultural de tipo museístico, si quiere expurgarse a sí misma de la molesta presencia de la Cruz, entonces, y para ser coherente, tendría que deshacerse de su propia bandera. En efecto: porque el simbolismo de la bandera de la Unión Europea –esas doce estrellas en círculo sobre fondo azul- es inequívocamente cristiano.

Los hechos son relativamente conocidos, pero no está de más recordarlos. Esta bandera fue diseñada en 1950 por Arsene Heitz, ciudadano de Estrasburgo, para competir en un concurso en el que fue seleccionada, siendo adoptada finalmente en 1955 como bandera oficial europea por el Consejo de Europa. Y, como explicó en 1989 el propio Heitz –artista católico y devoto de la Virgen María-, ese diseño de estrellas en círculo se inspiró en el capítulo 12 del Apocalipsis, que presenta a “una mujer vestida de sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza”; en cuanto al azul, como se sabe, es el color mariano por excelencia en la historia de la pintura occidental. De modo que –paradojas de la Historia-, esta Unión Europea de hoy, crepuscular, alejandrina, hedonista, instalada a medio camino entre el narcisismo y la gnosis, pero sobre todo anticristiana, ostenta una bandera que, simbólicamente, se encuentra en relación con las apariciones de la Virgen de Fátima en 1917 y con la definición del dogma de la Asunción de la Virgen María, efectuado por Pío XII en 1950. Recordemos que, tras 1945, los más prestigiosos pensadores católicos europeos comprendieron muy bien que la regeneración del alma de Europa sólo podría realizarse a partir de un núcleo metafísico específicamente cristiano y dentro de una “atmósfera escatológica”: una atmósfera muy viva en la conciencia europea a la altura de 1950 o 1955, pero hoy al parecer olvidada.

De este modo, y como hemos explicado, si la Unión Europea actual quiere rechazar para su futuro la presencia operativa de su innegable herencia cristiana, estará renegando también de su propio origen tras la Segunda Guerra Mundial –articulado en torno a un eje espiritual cristiano- y del simbolismo de su bandera: un simbolismo que evoca a la Virgen María –y, por lo tanto, a la Iglesia Católica- y el horizonte escatológico de la Jerusalén Celeste. En realidad, lo que se propone la Unión Europea es otorgar definitiva carta de naturaleza en Europa a un cómodo subjetivismo religioso –el cóctel espiritualoide posmoderno, a gusto del consumidor y de sus pasiones-, a la vez que se declara oficialmente la apostasía respecto al Dios hecho hombre y que sube a la Cruz.

¿Puede Europa realizar tal apostasía? Indudablemente, en uso –mal uso, claro- de su libertad. De este modo, se continuará perpetrando el freudiano asesinato arquetípico del padre, iniciado por la Ilustración en el siglo XVIII, diagnosticado por Nietzsche a finales del siglo XIX e intensificado en Europa desde la segunda mitad del siglo XX, con la revolución cultural de los años 60 y la incorporación de ciertos principios del Mayo Francés al pathos y al ethos de la posmodernidad. Hoy como en 1968, una Europa adolescente, embriagada por un sentimiento de omnipotencia tecno-científica y entregada a la dinámica del narcisismo, sigue cometiendo ese asesinato del padre que, además de en muchas otras manifestaciones, se concreta en la de excluir toda referencia al cristianismo dentro de la Constitución Europea. Europa quiere desligarse de todo marco espiritual objetivo y construir en el siglo XXI una nueva Torre de Babel, a mayor gloria del hombre occidental y de su capacidad, hoy cuasi-mágica, para manipular científicamente la materia, las energías del cosmos y hasta la propia naturaleza constitutiva de lo humano, como prometen hoy los gurúes de la ingeniería genética.

Pero, evidentemente, no es éste el camino adecuado. Utilizando un término de la filosofía oriental, el asesinato del padre –de Dios- activa las fuerzas oscuras del karma colectivo de Europa y prepara la venganza de Némesis, la misteriosa justicia cósmica de los griegos. Europa sólo puede salir de su actual laberinto mediante el reencuentro con el padre a todos los niveles: lo cual, en última instancia, significa una reconciliación con el Dios cristiano, como en la parábola evangélica del hijo pródigo. En efecto: Europa es ese hijo pródigo que, desde la Ilustración, viene diciendo al Padre: “Dame mi parte de la herencia”, para organizar su vida al margen de Dios. Pero, igual que a ese hijo de la parábola, tampoco a la Europa de la autonomía y la autosuficiencia le ha ido muy bien: como todos sabemos, el optimismo del siglo XVIII se ha convertido en el desencanto del siglo XX. Hoy, en fin, Occidente vive instalado en un cínico escepticismo y ya no cree ni en sí mismo ni en las grandes palabras de antaño; a pesar de lo cual insiste en el sueño insensato de una nueva Torre de Babel como promesa de felicidad. Ahora bien: la felicidad sólo se encuentra en la verdad; y la verdad siempre habita en los aledaños de Dios, territorio transfigurado en cuyo cielo brilla, según el relato de ciertos viajeros adelantados y como ojalá algún día sobre Europa, una corona de doce estrellas.

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