miércoles, 28 de febrero de 2007

EL JUICIO DE DIOS SOBRE RENÉ GUÉNON


Lejos de mi intención sustituir el juicio de Dios acerca de nadie, y tampoco de René Guénon: Dios, que mira el interior más profundo del corazón, es el único que puede juzgar el valor espiritual de la vida de cada hombre. Nosotros, sujetos a la inevitable limitación y falibilidad de nuestros juicios, sólo podemos hacer conjeturas y especulaciones.

Vayamos, pues, con una de tales conjeturas. Como es de sobra conocido, el francés René Guénon es una de las grandes figuras del esoterismo del siglo XX. Hombre cultísimo, gnóstico, teórico del hermetismo, gran conocedor del simbolismo universal, converso al Islam y amante de la mística sufí, la figura de René Guénon puede considerarse como un auténtico clásico del siglo XX. Educado en una familia burguesa y conservadora dentro de la tradición católica de la Francia de principios del siglo XX, Guénon emigró desde muy joven a la tradición esotérica universal, centrándose en la metafísica hinduista y en el esoterismo islámico. En cuanto a su relación con la Iglesia Católica, su evolución puede sintetizarse como una paso desde el respeto apreciativo de su juventud hacia un creciente distanciamiento, paralelo a su creciente inmersión en el universo espiritual islámico.

Y aquí está el problema: ¿Puede estar "justificado" espiritualmente un alejamiento de la fe de Cristo? En principio, habría que responder que de ningún modo: Cristo es el camino, la verdad y la vida. Cristo, el centro de la Historia, la irrupción de Dios mismo en el interior del tiempo y del mundo, es el "agua viva": la única agua que calma la sed más profunda del hombre. Por lo tanto, cualquier apostasía ha de ser considerada con enorme pesar, porque el apóstata, con su determinación, es el primero que se está haciendo daño a sí mismo, al preferir una imagen menos hermosa y menos profunda de Dios. El corazón de quien deserta de Cristo es la primera víctima de esta decisión.

Podemos suponer, con bastantes visos de acertar, que el corazón del Guénon niño se encontró con el amor de Cristo. Pero la cabeza, sumamente intelectual, del Guénon adulto consideró metafísica y simbólicamente insatisfactoria la tradición cristiana. Guénon buscaba esoterismo, hermetismo, gnosis, en cierto modo "sacralidad", frente a cierta desacralización, anquilosamiento y deterioro del universo simbólico que con justicia se puede reprochar a ciertos ambientes católicos del siglo XX. Este lamentable deterioro fue con seguridad lo que impulsó a Guénon a la aventura de adentrarse en otras tradiciones espirituales, hasta terminar sus días muriendo en El Cairo, en 1951, como fiel devoto musulmán: ya no como "René Guénon", sino con su nuevo nombre musulmán, Abdel Wahed Yahia, "Servidor del Único".

En la medida en que la apostasía de Guénon no significara, dentro de su corazón, un alejamiento efectivo, voluntario y totalmente consciente de Cristo, sino un rechazo de lo que percibía como desacralización y pérdida de la Tradición en el ambiente católico que él vivió, en esa medida -decimos- su apartamiento de la Iglesia Católica estaría "justificado". Ahora bien: sólo Dios sabe en qué medida exacta es esto lo que sucedió, o tal vez más bien otra cosa. En cualquier caso, nosotros deseamos, lógicamente, que, aunque la cabeza de Guénon rechazara cierta presentación simbólicamente empobrecida del universo cristiano, su corazón conservase, quizá de manera inconsciente, el encuentro con Cristo que podemos suponer que se produjo durante su infancia. Lo deseamos, e incluso nos inclinamos a pensar que fue así.

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domingo, 25 de febrero de 2007

EL SIMBOLISMO DE LA CRUZ EN "EL CÓDIGO DA VINCI"

En uno de los pasajes de "El Código da Vinci", Dan Brown hace una reveladora observación acerca del simbolismo de dos tipos de cruces: la cruz latina y la cruz griega. Para Brown, la cruz latina (de brazos desiguales) transmite un significado totalmente negativo, ya que, al evocar la crucifixión de Cristo, simboliza -en su opinión- un cristianismo "dolorista", casi "masoquista", centrado en el sufrimiento, el dolor y la supresión de toda sana alegría de vivir y comunión mística con el cosmos. Esta postura de Brown también se aprecia en el horror que le produce la mortificación corporal tal y como la presenta en el monje albino del Opus Dei.

En cambio, la cruz griega (cuyos dos brazos tienen la misma longitud) resulta fascinante para el autor de "El Código": pues la considera símbolo del equilibrio cósmico entre lo masculino y lo femenino en la Naturaleza, representados por esos dos ejes que se cruzan en perfecta armonía. De este modo, la cruz griega tendría un significado "gnóstico", frente a la cruz latina "cristiana". La cruz griega se relacionaría con el círculo como ciclo eterno del cosmos, así como con el yin y el yang. Resumiendo: la cruz griega sería una cruz para la Era de Acuario.

Dejando aparte la enorme ignorancia de Brown acerca del verdadero simbolismo de la cruz de brazos iguales, es interesante observar que esta disociación entre "cruz latina" y "cruz griega" resume el perenne error que comete la gnosis -corriente en la que, sin duda, se inscribe Dan Brown- al interpretar el cristianismo. El cristianismo incluye en su espíritu ambos tipos de cruces: la latina y la griega. La cruz latina hace referencia directa al sufrimiento y muerte de Jesús; y, por su parte, la cruz griega tiene relación con la Resurrección, con la luminosidad ontológica transfigurada de un mundo transformado por el esplendor de Cristo Resucitado. La teología de la cruz y la teología de la gloria están indisociablemente unidas. Pero no hay alegría sin sufrimiento. No existe cielo para quien se niega a cargar con el peso de la cruz. Si no se toma la cruz de Cristo, nos permanecerán cerradas las puertas del Reino.

Aclarado este básico error de Dan Brown, que separa y contrapone lo que, en una comprensión correcta del cristinismo, son las dos caras indisociables de una misma moneda, debemos reconocer que la Iglesia actual tiene, como una de sus principales misiones, conseguir que la cultura contemporánea redescubra el auténtico mensaje del cristianismo, sintetizado en la dialéctica de las dos cruces que estamos comentando. Es cierto que una presentación desequilibrada y desenfocada del mensaje cristiano ha hecho más hincapié en el simbolismo de la cruz latina que en el de la cruz griega. La Iglesia Ortodoxa ha conservado muy bien el significado "sofiánico" y transfigurador de la cruz griega. Pero la Iglesia Católica (sin haber perdido totalmente, desde luego, tal simbolismo) ha permitido que la cultura moderna la asocie casi exclusivamente al significado "masoquista" y "lúgubre" de la cruz latina. Es lo que sucede en el propio Nietzsche, y en tantos de nuestros contemporáneos que, lo sepan o no, son espiritualmente nietzscheanos. Así sucede en Dan Brown, paradigma de los injustos prejuicios de la gnosis actual contra el cristianismo. Lo repetimos: la cruz latina y la cruz griega, complementándose y desembocando incesantemente la una en la otra, constituyen el "circuito espiritual" de la fe cristiana. La muerte de Dios hecho hombre y la transfiguración escatológica del cosmos. Ojalá Dan Brown ingrese algún día en esta "lógica", que trastorna y desbarata los esquemas preconcebidos de toda gnosis.

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lunes, 19 de febrero de 2007

BENEDICTO XVI Y EL RETORNO A MONTECASSINO


Como resulta obvio, Europa atraviesa hoy una tremenda crisis de identidad. El fracaso de la Constitución Europea, rechazada por Francia y Holanda, así lo atestigua. Habermas, demostrando una ignorancia supina, considera posible renunciar a una fundamentación cultural e histórica del ser de Europa, en beneficio de una mera legitimación racionalista y democrática. Pero esto significa dar carta de naturaleza al más espantoso vacío espiritual, renunciando a las verdaderas raíces del ser europeo.

Tales raíces se encuentran, sin duda, en el monasterio benedictino de Montecassino, fundado en el año 529 por San Benito de Nursia. La casa matriz de los benedictinos es la semilla en torno a la cual se va desarrollando, en las profundidades de la Alta Edad Media, la identidad de Europa. Fusionando el genio germánico con el elemento mediterráneo en un crisol espiritual unitario. Grecia y Roma son también, por supuesto, componentes constitutivos del ser europeo; pero, por sí solos, sin la acción aglutinante y unificante de la fe cristiana transformada en vida y cultura dentro de Montecassino, Europa no habría llegado a existir tal como la conocemos. La cultura europea se ha gestado en el silencio de los claustros benedictinos, en el trabajo paciente de los amanuenses que copiaban antiguos pergaminos dentro de sus bibliotecas. Allí, en el "ora et labora" de San Benito, está el núcleo espiritual de lo que luego sería el frondoso árbol de la cultura y la historia europea.

Cuando Joseph Ratzinger eligió, como nombre para su pontificado, el de Benedicto XVI, sin duda tenía en mente a los monjes benedictinos. Hoy, cuando Europa atraviesa una crisis de identidad sin precedentes, cuando la masonería tecnocrática querría borrar todas las señas de identidad cristianas de Europa -conduciéndola así a la más absoluta desorientación espiritual-, el nombre de Benedicto XVI nos indica que, si queremos lograr una auténtica refundación metafísica de Europa, debemos retornar al silencio de Montecassino. Allí está nuestro axis mundi. Como en la parábola evangélica del hijo pródigo, una Europa individualista y narcisista que hoy navega sin rumbo por los mares de la Historia debe reencontrarse consigo misma retornando a la más íntima interioridad de su ser. Spengler, en su teoría de la decadencia de Occidente, señalaba con razón que Europa había alcanzado un fin de ciclo. Pero ese fin de ciclo no significa simplemente el crepúsculo alejandrino de una civilización que declina sin remedio. Europa debe asistir a un nuevo y esplendoroso amanecer. Un amanecer que, sin embargo, los europeos del siglo XXI sólo podrán contemplar desde el silencio puro que, al despuntar el día, envuelve los muros venerables de la abadía de Montecassino.

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jueves, 15 de febrero de 2007

LA METAMORFOSIS DE HERMANN HESSE


Existen individuos paradigmáticos cuya biografía y evolución personal resumen el destino de toda una civilización. Así sucede, sin duda, con Hermann Hesse, que, en "Demian", nos muestra, con acierto insuperable, la subjetividad moderna entregada al individualismo nietzscheano que elige como divinidad a Abraxas, el dios gnóstico del Bien y del Mal. Abraxas es la imagen especular del propio individuo moderno, que se considera a sí mismo como criterio moral absoluto "más allá del bien y del mal"

Demian-Abraxas produjo históricamente el nazismo y constituye, también hoy en día, el arquetipo del individuo autodivinizado y absolutizado. Simboliza la subjetividad moderna llevada a su máxima expresión. Y Occidente es también el reino de la subjetividad, incapaz de reconocer la existencia de un orden ontológico objetivo más allá de tal subjetividad y por encíma de ella. En este sentido, Hermann Hesse podría considerarse el arquetipo del hombre moderno identificado con un Narciso metafísico.

Sin embargo, y paradójicamnte, la evolución personal de Hermann Hesse le llevó, años después de publicar "Demian", a lo que podríamos calificar como las antípodas de la subjetividad demiánica: el ideal personal y cultural expresado en "El juego de los abalorios". Allí, el modelo ya no es el individuo enamorado de sus laberintos interiores, sino el hombre que acepta insertarse en la jerarquía general del ser y de las ciencias. El hombre que renuncia a todo atisbo de extravagancia individualista y sólo busca el perfecto cumplimiento de una función dentro de una sociedad jerárquica presidida por los más altos valores del espíritu. En definitiva, Hermann Hesse, nietzscheano en su juventud, termina proponiéndonos el gran ideal de la Edad Media. No en vano, en las primeras páginas de la novela se menciona, como uno de los modelos espirituales del Juego, al propio Santo Tomás de Aquino.

Un largo viaje, pues, de la subjetividad a la tradición y a la objetividad. Aunque, en realidad, Hesse, espíritu artístico y contemplativo, siempre había admirado a los benedictinos. El Occidente contemporáneo está llamado a emprender el mismo peregrinaje: de la subjetividad hipertrófica a una objetividad del ser y del saber que ha de ser la gran matriz estructurante de la civilización europea del futuro.

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lunes, 12 de febrero de 2007

EL DIOS DEL SIGLO XXI

Como es bien conocido, Pascal distinguía entre el "Dios de los filósofos" y "el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob". El Dios de los filósofos es el Demiurgo platónico, el Primer Motor Inmóvil de Aristóteles, el Lógos de los estoicos, el Uno neoplatónico. Un Dios racional, frío y lejano; un Dios intelectual que actúa como arquitecto cósmico, pero que no se preocupa del ser humano. En cambio, el Dios de Abraham es el Dios de la fe y del corazón. El Dios de la tradición judeo-cristiana, frente al Dios-Lógos griego.


Después de haber rechazado al Dios judeo-cristiano siguiendo el ateísmo profético de Nietzsche, el hombre culto actual, influido por la Física "mística" del siglo XX y por las filosofías orientales, se siente atraído por un Dios panteísta como energía impersonal del universo, o bien por un Dios-arquitecto, tal como lo concibe la gnosis científica contemporánea -así es el Dios de Einstein-. Un Dios que puede resultar atrayente desde un punto de vista "cósmico" y filosófico, pero que no tiene nada que decirle al corazón humano. Es un Dios lejano y abstracto, ajeno al dolor, el amor y la ternura. Y, por supuesto, no tiene nada que ver con el Dios encarnado del cristianismo: con Jesucristo muerto y resucitado, "locura para los griegos", como nos dice San Pablo. El Dios-Arquitecto le habla a la cabeza, pero no a nuestro corazón. Por lo tanto, se trata de un Dios incompleto.

Ahora bien: por supuesto, la imagen del Dios-demiurgo, constructor cósmico del universo, no es falsa, sino solamente parcial, unilateral. Si el siglo XXI quiere recuperar al "Dios total" que ha de servir como cimiento metafísico para una nueva civilización, debe integrar en su imagen de la divinidad ambas dimensiones: la intelectual y la afectiva. Por un lado, el Dios cósmico de Einstein; el Dios griego, Inteligencia ordenadora del universo, que utiliza la proporción áurea (el misterioso 1'618) como principal instrumento para su diseño del cosmos (no olvidemos que, en griego, "kósmos" significa precisamente "orden"). Por otro lado, el Dios cristiano, que es a la vez el Dios que crea el universo ex nihilo, llamándolo del no-ser al ser por la acción creadora de su Palabra, y por otro lado el Dios paradójico de la encarnación, el Dios del corazón que irrumpe humildemente en la Historia humana y que llega a lo más profundo del corazón de los hombres: el Dios-Jesucristo que muere en la cruz.

Por supuesto, entendamos que el "Dios arquitecto" y el "Dios cristiano" no son dos imágenes de Dios ni distintas ni que simplemente haya que yuxtaponer. El Dios cristiano es el "Dios total" del que antes hablábamos. Pero se trata de un Dios "multidimensional", y que es, por tanto, la sabiduría infinita que construye con asombrosa precisión toda la maquinaria del cosmos, y a la vez -y de manera mucho más esencial-, el Dios que mira a los ojos de los hombres y los toma de la mano. El siglo XXI debe reencontrarse con este Dios. El rostro de una sociedad depende del tipo de Dios en el que cree. El siglo XXI, sin duda, tiene ante sí como principal reto recobrar la integridad del rostro de Dios. Un Dios que satisfaga todas las exigencias intelectuales de la gnosis New Age, pero que sea también, y ante todo, un Dios del ser y del amor.

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viernes, 9 de febrero de 2007

APOLOGÍA RAZONADA DE LA CENSURA


El vendaval de mayo del 68 tuvo como consecuencia, dentro de la cultura occidental y a partir de 1970, una permisividad casi total en cuanto a la producción y circulación de material visual, libros, ensayos, películas, etc. Fueron derribados, por lo tanto, gran parte de los tabúes tradicionales, de los interdictos que habían estructurado el imaginario colectivo de Occidente durante siglos.

De este modo, Occidente traicionó a Freud, quien -no lo olvidemos-, lejos de hacer una imprudente apología de los monstruos del inconsciente y del principio de placer, reivindicó el papel de los tabúes y del principio de realidad como salvaguarda del orden social y fundamento indispensable del edificio de la civilización. Como decimos, desde aproximadamente 1970 se produjo un derrumbamiento generalizado de los viejos tabúes. El símbolo más claro de tal derrumbe está en el mito cinematográfico de Emmanuelle. Pero Emmanuelle es un mito que resume lo que también ocurrió en todos los demás campos de la cultura: la desaparición de la censura freudiana y la consiguiente circulación descontrolada de materiales culturales psicológica y espiritualmente morbosos.

En el siglo XIX, el positivista Comte recordaba, con razón, que el desorden de las ideas precede siempre al desorden social. Esta máxima sigue hoy también vigente: el caos de los espíritus, atacados continuamente por imágenes e ideas nocivas, es la normal condición que antecede al subsiguiente caos social. Los asesinatos de Columbine en 1999, o a nivel español el célebre crimen de la catana, son las consecuencias extremas de este ambiente (imágenes, ideas, videojuegos, libros, comics, películas) dominado por los virus de la más letal morbosidad espiritual. Otros muchos fenómenos aberrantes que se producen en nuestra en nuestra sociedad tienen la misma causa remota.

Por lo tanto, consideramos que es urgente recuperar la idea freudiana de censura. Hay que reintroducir la vigencia de la idea de tabú. Nuestra sociedad, si no quiere precipitarse hacia el abismo, debe replantearse la idea de censura cultural. Un sistema censor vigoroso constituye un elemento indispensable en toda sociedad sana. Igual que hay anticuerpos en nuestro organismo, que combaten a los virus que pretenden invadirnos. No entender esto equivale a un suicidio.

Ahora bien: el reto consiste en conciliar este nuevo sistema de censura cultural con la existencia de una sociedad libre, dinámica y "abierta" (aunque se ha abusado mucho de esta "sociedad abierta" de Popper). La solución sólo puede venir desde el terreno de la sabiduría: más que de prohibir en sí mismo, se trataría de construir un universo jerarquizado del mundo de la cultura, donde cada elemento estuviera engarzado con todos los demás dentro de un sistema armónico. Como propone Hermann Hesse en "El juego de los abalorios", debemos recuperar la idea de una cultura objetiva de alto nivel que, liberada del narcisismo contemporáneo, nos haga retornar a un mundo cultural presidido, como en la Edad Media, por el principio de jerarquía y por los elementos de orden espiritual. O eso, o bien el nihilismo y el abismo.

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domingo, 4 de febrero de 2007

LA CORNUCOPIA Y EL MATERIALISMO DE OCCIDENTE


La cornucopia o cuerno de la abundancia constituye una alegoría muy conocida dentro de la iconografía simbólica occidental. Como se sabe, es un cuerno que las náyades de la mitología griega llenaron de flores, hojas y frutos. Y se relaciona, como es evidente, con las nociones de riqueza, prosperidad, buenos augurios, etc.

Innumerables obras pictóricas han recogido, entre sus motivos alegóricos, el cuerno de la abundancia. Y podría parecer que se limita a ser eso: una alegoría de significado bastante transparente y desprovista de cualquier ulterior y más arcana transcendencia. Sin embargo, todo símbolo posee varios niveles de interpretación. Y, buceando en el sentido más profundo de la cornucopia, es posible encontrar una concepción metafísica de su sentido que la relaciona con la idiosincrasia de la civilización occidental de nuestros días.

En efecto. La cornucopia hace referencia a un mundo fértil, fecundo, abundante, exuberante, frondoso. Ese desbordamiento de plenitud material (en principio, mera referencia al Falstaff jupiteriano y pantagruélico) constituye el signo y resultado de un mundo "feliz", de la realidad como despliegue ontológico de todas las potencialidades latentes en el ser de las cosas. Tales potencialidades serían actualizadas por una sabiduría fecundante que las hace dar el máximo fruto. El mundo se convierte entonces en una gran fiesta del ser; en un mediodía radiante donde la exuberancia material es la señal de una previa bendición espiritual que hace fértiles todas las cosas.

No hace falta explicar que el Occidente actual puede definirse como la civilización del materialismo. Nunca antes ninguna otra época había producido tal cantidad y variedad de cosas y productos. Pareceríamos, así, haber convertido en una realidad palpable el símbolo del cuerno de la abundancia. Y, sin embargo, paradójicamente vivimos hoy en un mundo de terrible esterilidad. Tenemos cosas, pero éstas nos esclavizan. No sabemos utilizarlas de un modo realmente creativo. Estamos perdidos en el laberinto del materialismo y no podemos salir de él.

¿Qué actitud adoptar ante esta situación? Claramente, ni el hedonismo que se hunde en un goce ciego de los bienes materiales, ni en la gnosis ascética que condena el ser material del mundo, con su variedad infinita, como productos del Mal Absoluto. La sabiduría cristiana no obliga a elegir entre dos bienes: el ascetismo espiritual que renuncia a las cosas y el sano goce de los bienes que produce el mundo. Ambos pueden compaginarse. Saturno y Júpiter pueden convertirse en aliados. Por un lado, el peregrino que ayuna y hace continuamente oración, de camino a su santuario; por otro lado, el hombre que participa en el mundo como en una fiesta preparada por Dios donde corre el vino y nunca decae la alegría. Una fiesta que es, además, un preludio de la realidad escatológica definitiva: la fiesta eterna del Reino de Dios, donde Dios será "todo en todos" respetando, sin embargo, nuestra individualidad.

Nietzsche despreciaba el mundo burgués del "último hombre", ahíto de cosas, pero ciego para la belleza de las estrellas. Proponía, para sustituirlo, un superhombre mitad león que se autoafirma, mitad niño que baila y juega con el mundo mientras contempla su eterno giro en torno al eje de los siglos. Nosotros, por nuestra parte, sabemos que Nietzsche no es la solución para hacer surgir en el mundo esa fecundidad simbolizada por la cornucopia. Porque la materia sólo puede ser fecundada por el espíritu. Y porque las cosas materiales sólo dejan de ser una trampa cuando son puestas al servicio de una continua creación de cauces para que las energías humanas se desplieguen cada vez más plenamente hacia el Bien, la Belleza y la Verdad.

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viernes, 2 de febrero de 2007

Nota filosófica sobre las jerarquías angélicas


Para cierto catolicismo modernizante, posterior al Concilio Vaticano II, la tradicional creencia de la Iglesia en la existencia de los ángeles resultaba un residuo molesto, casi vergonzoso, procedente de una teología medieval y tridentina que exigía una inmediata superación. Al parecer, la fe católica debía ser depurada de tales adherencias supersticiosas: en bien de la aceptabilidad del mensaje cristiano en un mundo secularizado, o de la convergencia ecuménica con las iglesias protestantes.

Según tal punto de vista, la creencia en el mundo angélico constituiría un elemento teológico perfectamente prescindible, amén de una verdad de fe hoy en día molesta para los "cristianos adultos". Poco importarían los numerosos pasajes bíblicos, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, en los que se menciona la intervención de seres angélicos; igual de poco, que en el Credo se recuerde que Dios ha creado "el mundo visible", pero también "el invisible", es decir, el universo de los ángeles; y, por supuesto, lo que ya resultaría casi folklórico es la teoría medieval acerca de las nueve jerarquías angélicas, elaborada por Dionisio Areopagita y Santo Tomás de Aquino.

La existencia de los ángeles es, dentro del dogma católico, una verdad de fe, no sujeta al debate en el que cabe la oscilación entre el "sí" y el "no". Y, en cuanto a las jerarquías angélicas, y aunque la Iglesia, prudentemente, no se aventura a realizar precisiones demasiado detalladas al respecto, se puede decir que su existencia resulta plausible dentro de los "principios racionales de la fe". Es decir: según una racionalidad intuitiva y simbólica que descansaría sobre tres pilares argumentativos:

En primer lugar, el rechazo filosófico del "principio de economía", también llamado "navaja de Occam", según el cual "entia non sunt multiplicanda praeter necessitatem" (no hay que suponer la existencia de más entes que aquellos que son estrictamente necesarios). La experiencia nos enseña precisamente lo contrario: que el mundo está construido a base de lo que la razón, en principio, puede considerar un "exceso" y casi un "despilfarro" de elementos. Una visión racionalista del universo divino también tildaría de "innecesarios" a los ángeles: la infinitud de Dios sería suficiente para "llenar" dicho universo. Por supuesto, Dios no necesita ningún tipo de "complemento"; pero Dios procede por grados, ama las gradaciones y establece una serie de velos y estados intermediarios entre su Luz Inaccesible y el plano de la Creación, justamente para proteger a ésta de un "exceso de luz" que no podría soportar. Resulta filosóficamente coherente pensar que los ángeles son, entre otras cosas, los "guardianes" de esas sucesivas fronteras o velos existentes dentro del mundo invisible.

En segundo lugar, podemos invocar también el "principio de plenitud", que es una de las más importantes leyes estructurales de la realidad. Igual que decimos que la Naturaleza siente "horror al vacío" (horror vacui), el principio de plenitud nos revela que la realidad, en todas sus dimensiones, está siempre "llena de elementos" precisamente de aquella manera que permita la existencia de un mayor número de los mismos, siempre con el límite del número de funciones diferenciadas que puedan ser cumplidas por ellos. De este modo, y aunque es evidente que Dios, por sí mismo, puede realizar cualesquiera "funciones" que su sabiduría establezca como convenientes dentro del misterioso plan general de la Creación, resulta filosóficamente coherente pensar que ha creado una jerarquía de seres espirituales al servicio de las mismas, de modo que el mundo espiritual esté "lo más lleno posible", cumpliendo el postulado metafísico de la máxima variedad conveniente dentro de la unidad. A Dios "le gusta crear seres", si se nos permite la expresión: tanto en el mundo invisible como en el visible, y en razón del principio de plenitud, Dios "es feliz" -otra licencia expresiva- jugando a crear combinatoriamente la máxima frondosidad ontológica. Este gusto divino por la "sinfonía creativa" tendría una de sus manifestaciones, precisamente, en las jerarquías angélicas.

Finalmente, en tercer lugar, cabe aducir, en apoyo de nuestra tesis, el conocido "principio de analogía", según el cual, y en virtud de la simetría estructural que se repite a lo largo y ancho de todas las dimensiones de lo real, las mismas leyes, verdades y fenómenos que observamos en cierto sector de la realidad se reproducen también -aunque a su modo propio, que no podemos captar en todos sus matices- en otros sectores que no nos son directamente accesibles. Así, en virtud de un razonamiento analógico, podemos deducir que si, dentro de nuestro propio mundo sensorial, la disposición jerárquica de una pluralidad de elementos armónicamente combinados en torno a un eje central respecto al cual todos ellos se subordinan en un orden progresivo constituye una mayor fuente de belleza que la sola presencia de ese eje central -por espléndido y perfecto que sea en sí mismo-, entonces lo mismo sucederá en el mundo espiritual: en torno al centro absoluto de la Luz Divina orbitarán, cada una a su propio nivel, las distintas jerarquías angélicas. Porque, así, el mundo espiritual es más bello; y, si es más bello, es también más verdadero, aplicando aquel principio escolástico de la convertibilidad mutua del "verum" y del "pulchrum": lo bello es de suyo verdadero, y lo verdadero es de suyo bello.

De este modo, en fin, vemos que la existencia de las jerarquías angélicas resulta metafísicamente coherente para una razón iluminada por la fe y que recurre a los más amplios, audaces e "imaginativos" criterios de verificabilidad.

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