jueves, 29 de marzo de 2007

EL MITO DE TEILHARD DE CHARDIN


Pierre Teilhard de Chardin (1881-1955), jesuita francés, teólogo y científico, paleontólogo y escritor, causó en su día un verdadero impacto dentro del mundo de los intelectuales católicos, muchos de los cuales lo consideraron como una especie de nuevo profeta del cristianismo. Si bien también suscitó grandes reservas entre sus superiores y en las autoridades eclesiásticas, ya que sus investigaciones y teorías parecían concordar cada vez menos con la ortodoxia católica.

Hoy, desde la perspectiva de varias décadas, sabemos que esas reservas, entonces tal vez justificadas, han sido dejadas atrás. La teoría teleológica de Teilhard, según la cual el universo está sometido a un proceso evolutivo hacia niveles cada vez más altos de complejidad (hilosfera, biosfera y noosfera), puede enmarcarse perfectamente en la idea católica de que todo el cosmos persigue una finalidad espiritual establecida por Dios. Según Teilhard, el universo camina hacia su perfección definitiva: el "Punto Omega", en el que todas las cosas se centrarán en Dios y el universo alcanzará su estado de mayor plenitud. Cristo es como la puerta por la que el cosmos entero, y sobre todo el ser humano, se encamina hacia tal perfección.

En su época, Teilhard de Chardin consiguió interesar en el problema religioso a sabios agnósticos e incluso a comunistas ateos. Y hoy, más de cincuenta años después de su muerte, la figura de este gran jesuita francés todavía debe ser objeto de una detenida reflexión para la Iglesia de hoy. El hombre culto contemporáneo está sumamente interesado en las cuestiones cosmológicas: de ahí, por ejemplo, el tremendo éxito mundial, hace ya casi dos décadas, de la "Historia del tiempo" de Stephen Hawking. La cultura actual, siguiendo la línea marcada por Nietzsche, es, en gran parte, panteísta: ha elevado al universo a la categoría de lo divino. Y tiene la sensación de que la Iglesia no tiene nada relevante que decir respecto al misterio del universo. Pues bien: Teilhard de Chardin supo en su día, utilizando el lenguaje de la ciencia y la evolución, hablar al hombre del siglo XX del misterio transfigurador de Cristo. Cristo es celebrado por la Iglesia como "rey del universo": la Creación entera se prosterna a sus pies. Y, si esto es así, el cristianismo debe ocuparse de esa fascinante armonía cósmica en la que se descubre una grandiosa evolución finalista del universo que, en último término, converge hacia la cruz del Gólgota y la Resurrección de Cristo. El cristianismo, bañado en la luz transfigurada del domingo de Pascua, eleva su mirada al cielo estrellado y descubre en él la presencia de un nuevo mundo, renovado por Cristo. Y, entonces, los sabios cristianos -cristianos antes que sabios, pero también sabios-, como Teilhard, rastrean en el universo sus armonías y leyes más profundas, iniciando un asombroso viaje hacia el sentido último de las cosas.

A Cristo -es cierto- se va por el corazón, que son los ojos de la fe. Pero el orden del universo también puede ayudar al desorientado hombre de hoy a acercarse a Dios. La Iglesia, sabia como es, ha de reconocer la conveniencia de hacer hincapié en esta temática en la hora presente, espiritualmente marcada por un indudable ambiente acuariano. Teilhard de Chardin supo hacerlo: hablar a la vez de Dios y del mundo. Nosotros, inspirándonos en él, debemos hacerlo también: para que el hombre actual venza el prejuicio según el cual el misterio cristiano es incompatible con el misterio cósmico, o bien ajeno a éste. Cuando no es así. El misterio de Cristo engloba todos los misterios subordinados de la Creación. Porque, cuanto más se ama a Dios, más se ama al mundo. Y, cuanto más se ama al mundo, más se ama a Dios. Esta es seguramente la sabiduría más profunda de ese gran cristiano que fue Teilhard.

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martes, 27 de marzo de 2007

EL "HIEROS GAMOS" EN "EL CÓDIGO DA VINCI"


Uno de los pasajes más conocidos del best-seller mundial "El código da Vinci" es aquel en el que Jacques Saunière, como Gran Maestre del Priorato de Sión, rodeado de un grupo de adeptos, realiza el rito sexual del "hieros gamos", es decir, de la "cópula sagrada", que reproduce la supuesta unión ritual entre Jesús y María Magdalena. En la ceremonia, celebrada en los sótanos de la mansión normanda de Saunière, todos los asistentes portan máscaras y, dispuestos en círculo en torno a la pareja protagonista -también enmascarada-, entonan un cántico que adquiere un ritmo cada vez más frenético, a la vez que se aproxima también el "orgasmo sagrado". Finalmente, la cópula ritual alcanza su culmen, momento extático en que los principios femenino y masculino del cosmos -yin y yang- se funden y alcanzan la perfecta armonía.

Sin embargo, la escena es presenciada por Sophie, que sufre un auténtico trauma al reconocer, pese a la máscara que oculta su rostro, a su amado abuelo como la pareja masculina de este extraño ritual. Sophie -figura casi asexual que vive en el universo virginal de Atenea- cree que su abuelo participa en algún tipo de orgía, practicando una perversión sexual que, a sus ojos, asume la forma simbólica de un incesto. Finalmente, Brown nos revelará que no existe perversión ni orgía alguna: la pareja femenina de Saunière es su propia esposa, la abuela de Sophie, que vive separada de su marido por exigencia de la custodia del Grial, pero que mantiene intacto su amor por él en la distancia. Ahora bien: en tanto Sophie no se entera de esta circunstancia, para ella su abuelo se convierte en un pervertido que practica un rito sexual aberrante, de estética sadomasoquista -por las máscaras- y casi satánica.

El rito del "hieros gamos" en "El código da Vinci" resulta sumamente revelador acerca de la filosofía que subyace en la novela de Dan Brown. La ocultación ritual del rostro es síntoma de una visión despersonalizada del sexo, muy próxima a la idea que Occidente tiene actualmente del sexo tántrico: una sexualidad puramente biológica, no personal, dionisíaca, ctónica, donde se celebra la disolución de la individualidad y la fusión en el océano de energía sexual del universo. Se trata de una visión del sexo íntimamente relacionada con la filosofía del hinduismo y del budismo: el hombre debe rasgar el "velo de Maya", transcender su ilusoria individualidad y acceder a la identidad suprema entre el yo y la divinidad impersonal que se identifica con el universo (Brahma). El sexo impersonal y ritual puede ser un buen camino para este acceso al mundo sagrado donde se descubre la identidad profunda entre todos los seres del cosmos.

Todo lo cual puede parecer, tal vez, "muy interesante". Sin embargo, en Occidente, el sexo impersonal y orgiástico está asociado -y no en vano- a los ritos sexuales de las sectas satánicas. No es casualidad: porque Satanás siempre desea despersonalizar al hombre, ya que la personalidad genuina, el yo, la conciencia, siempre se encuentra estructuralmente abierto hacia el horizonte de Dios. Por lo tanto, a Satanás le interesa todo aquello que vaya en la línea de diluir la personalidad humana y convertir al hombre en un ser impersonal o despersonalizado. Porque el hombre despersonalizado siente una gran atracción por el vacío del no-ser, por los oscuros abismos de la anti-realidad en que consiste el reino diabólico.

La reacción de la casta Sophie resulta plenamente lógica: el rechazo absoluto ante lo que entiende como un ritual horrible de sexo impersonal donde, como diría C.S. Lewis, "ya no existen los rostros". Sophie, discípula -como decimos- de la diosa Atenea, vive en el mundo luminoso y apolíneo del pensamiento y el estudio, e interrumpe todo contacto con su abuelo tras presenciar el rito del "hieros gamos". Y ello porque la diosa orgiástica Astarté -diosa de la prostitución sagrada- es frontal enemiga de la virtud de Atenea. Dan Brown, aparentemente iconoclasta, termina, en realidad, ofreciendo una solución casi puritana: no hay orgía ni motivo para el verdadero escándalo, pues el rito sexual lo han practicado el abuelo y la abuela de Sophie. En realidad, habría sido más lógico que ese rito lo hubieran practicado dos desconocidos, ya que lo que se pretende celebrar es la unión de los dos principios abstractos, masculino y femenino, que componen todo el universo: de ahí el esencial detalle de que todos los asistentes estén enmascarados. Sin embargo, Dan Brown prefiere la solución opuesta y, en el fondo, más humana: una señal más de las muchas contradicciones presentes en "El código da Vinci".

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sábado, 17 de marzo de 2007

SEXO, CEREBRO Y CORAZÓN


Si tuviéramos que caracterizar a nuestra época con un símbolo, a nadie le extrañaría que la calificáramos como "la época del sexo". El sexo se ha convertido en uno de los grandes ídolos del mundo contemporáneo. Muchos hombres de hoy, desligados de toda referencia religiosa válida, han convertido al sexo en su deidad no oficial. Cuando se acusa a Freud de "pansexualismo", no se cae en la cuenta de que el padre del psicoanálisis, al obstinarse en descubrir significados sexuales ocultos en innumerables manifestaciones del comportamiento humano, estaba apuntando a una profunda verdad: un mundo que prescinde de Dios como "fondo último de la realidad" ha colocado, como sucedáneo de ese fondo divino en el que todo descansa, el mito del sexo como nueva Realidad Absoluta. El plexo sexual posee un extraordinario peso para el hombre moderno, de modo que, por ejemplo, la castidad le horroriza o le parece algo sencillamente incomprensible.

Pero, por otro lado, también podríamos definir a nuestra época como una "época cerebral". Vivimos en un mundo tecnológico, informático, cibernético, científico. La actividad cerebral, la racionalidad económica y tecnológica, ejerce su influencia por doquier. Bien es verdad que se trata de una cerebralidad puramente utilitaria, incapaz de acceder al verdadero mundo de las verdades metafísicas. La cerebralidad occidental es "mercurial", adolescente, no "saturnina", filosófica. En cualquier caso, es claro que el Occidente nacido de la Ilustración ha construido una civilización tecno-científica fundamentada en una explotación sistemática de la actividad cerebral.

De este modo, "sexo" y "cerebro" constituyen los dos polos antropológicos sobre los que se construye el edificio de la civilización moderna. Ahora bien: aquí existe sin duda una descompensación, un desequilibrio. Un hombre excesivamente cerebral tiende siempre a una sexualidad animalizada, salvaje, compulsiva. Es lo que le sucede al hombre de hoy, a la vez demasiado cerebral y demasiado sexual. Y, por cierto, en el fondo infeliz en esos dos ámbitos.

Mientras tanto, nuestro mundo descuida el polo central del corazón. Se trata del polo antropológico fundamental. El corazón es la intimidad del ser, el núcleo más auténtico y central de la persona. El corazón es lo único que de verdad nos humaniza. No somos simples "animales racionales", como quería Aristóteles. El mero cerebro y el mero sexo nos deshumanizan. En cambio, cuando el corazón vivifica, dirige y modera la actividad cerebral y sexual, entonces la razón y la sexualidad dejan de ser enemigas del hombrre.

Una verdad básica ésta, pero hoy en día olvidada con demasiada frecuencia. El corazón, la conciencia, es lo único que realmente puede enseñarnos a pensar y a amar. Fuera del corazón, el pensamiento degenera en simple raciocinio, y la sexualidad queda convertida en la búsqueda egoísta de la propia satisfacción.

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SURF Y RELIGIÓN


Se suele asociar al surf automáticamente con las playas de Malibú o de Hawai y con las costas de Australia, con playas de arena blanca y cuerpos esbeltos. También, con una juventud que se niega a madurar y aspira a una adolescencia eterna cuyo símbolo bien podría ser la imagen de un surfista deslizándose sobre la cresta de una ola. En este sentido, el surf podría considerarse un compendio plástico de la actitud hedonista del hombre occidental ante la vida.

Sin embargo, es bien sabido que el surf posee también una dimensión espiritual. En su origen, cuando fue inventado hace siglos por los polinesios, el surf constituía una actividad sagrada. Cabalgar sobre las olas significaba adentrarse en el océano de la divinidad, ya que, para los habitantes de las islas del Pacífico, el mar era el lugar de la felicidad y del encuentro con el universo divino. Todavía hoy, incluso en el Occidente desacralizado de nuestros días, adentrarse nadando en alta mar, una mañana solitaria y silenciosa de verano, proporciona al espíritu unas resonancias que transcienden el plano habitual de la vida humana y que nos asoman a la intuición de un universo eterno de paz y libertad.

Difundido en Occidente a principios del siglo XX por Mark Twain y Jack London, el surf se convirtió rápidamente en un refugio para algunos espíritus individualistas y contestarios de la juventud americana. Luego llegó la masificación de los años 60 y el surf estilo Malibú. Pero, a finales de los 60 y principios de los 70, surgieron los llamados "surfistas espirituales": jóvenes solitarios y casi ascéticos en busca de la "ola perfecta", cabalgar la cual constituía para ellos una experiencia mística de comunión con el universo y revelación del sentido de la vida. El sentido de la vida consiste en aprender a deslizarse sobre ella como en un juego, con la facilidad "divina" de quien vuela sobre las olas en una tabla de surf.

Existe una profunda verdad en esta visión del surf como actividad sagrada. Sólo hay un modo correcto de vivir la religión: como una experiencia de juego y libertad, como el acceso a un mundo superior, liberado de todo servilismo y cálculo utilitario. Muchos hombres entienden la religión como una limitación de la libertad. Y, al hacerlo, cometen un tremendo error: la religión es precisamente liberación, ingravidez, "gracia", desvinculación de toda pesantez procedente de los determinismos cósmicos de todo tipo. Dejarse abrazar por el amor de Dios es como deslizarse sobre el océano en una tabla de surf, sintiendo soplar a nuestro alrededor el viento divino del Espíritu.

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lunes, 5 de marzo de 2007

LA SHEKINAH EN EL MUNDO CONTEMPORÁNEO


Como se sabe, dentro de la tradición mística hebrea, el concepto de "Shekinah" hace referencia al esplendor de la presencia de Dios en la Creación. La Shekinah es el resplandor celeste, la luz ultrafísica, teofánica. El brillo, la magnificencia, la majestad resplandeciente de Dios, presente en el sanctasanctórum del templo de Jerusalén, en la zarza ardiente del Sinaí etc. Corresponde al término bíblico de "gloria": la gloria de Dios es la luz sobrenatural que manifiesta la presencia divina.

El mundo contemporáneo sufre, sin duda, una "crisis de la luz". Vivimos una época de oscuridad, de tinieblas. Sería pertinente recordar aquí el mito platónico de la caverna: los prisioneros están acostumbrados a las penumbras, igual que nuestros contemporáneos creen que no hay más vida que esta "vida sin luz" a la que hoy, por desgracia, también nos hemos habituado. No en vano, se suele aplicar el término "gris" a nuestra sociedad: una sociedad gris es, precisamente, una sociedad sin luz, o que se contenta con un pobre sucedáneo de la auténtica luminosidad. La época que vivimos padece una miseria metafísica que consiste en el oscurecimiento de la luz de la Shekinah.

Y, sin embargo, la Shekinah nos rodea. Sin ir más lejos, la luz del amanecer, la claridad de una mañana soleada, está llena de la Shekinah que se manifiesta dentro de la Naturaleza como obra de Dios. Y, dentro del mundo religioso y artístico, hay claras muestras de Shekinah en realidades como el Partenón, las vidrieras góticas, los claustros benedictinos, Stonehenge, el Taj Mahal, la iglesia de Santa Sofía en Estambul, el Monte Fuji etc. Siempre que existe de algún modo luz cenital, resplandor de origen celeste, estamos en presencia de al menos un vestigio de la Shekinah. Sin ese resplandor que transfigura las cosas, el mundo se convierte en una cárcel de donde han huido la luz y la belleza (no olvidemos que Santo Tomás definía la belleza precisamente como el "resplandor de la forma bien configurada"). Es lo que sucede en nuestro mundo, que, al rechazar la luz espiritual de Dios, se ha vuelto incapaz de percibir la luz metafísica que emana, por voluntad de Dios, desde todas las cosas. Y un mundo ciego para el esplendor de la Shekinah divina se convierte en un mundo que ha perdido la alegría.

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jueves, 1 de marzo de 2007

LA FALSA SABIDURÍA DE UMBERTO ECO


En cierta ocasión leí que Umberto Eco tiene en su casa una biblioteca de 28.000 libros. No sé si la cantidad es exacta, pero, en cualquier caso, Eco representa el paradigma del erudito contemporáneo. Y no sólo eso: como profesor de Semiótica, le rodea un innegable aura de sabiduría. La Semiótica como ciencia de la interpretación de los signos. Todo significa algo. Vivimos rodeados de un universo de signos que no acertamos a interpretar. Pero Umberto Eco, siguiendo la audaz línea de trabajo abierta por Roland Barthes, nos promete una interpretación reveladora de los mensajes más sutiles de esa matriz semiótica omnipresente que nos rodea. Como decían los estructuralistas, con Levi-Strauss a la cabeza, vivimos dentro de una partida de ajedrez tridimensional cuyas reglas desconocemos; insertados en una urdimbre y una trama que nos son inconscientes.

Pero Umberto Eco, con su sabiduría universal, nos promete descifrar la piedra de Rosetta del universo de los signos. Sus alumnos universitarios destacaban -palabras literales de uno de ellos- su admirable capacidad de "saltar de Santo Tomás a Snoopy, de Supermán a Joyce, del Beato de Liébana a Agatha Christie y Mafalda". Y, sin embargo, Eco es capaz de hacer eso: saltar de sus oceánicos conocimientos medievalistas y de historia de la cultura a la hermenéutica de los símbolos y signos de la cultura popular. Sólo hay un pequeño problema...: que lo que Umberto Eco no puede hacer es acceder a una interpretación verdaderamente integradora de ese universo de signos que componen nuestra tradición cultural y la contradictoria cultura contemporánea, con su dicotomía de niveles entre lo académico y lo popular. Sin duda, puede decir muchas cosas "interesantes" al respecto..., pero pocas verdaderamente profundas. Y ello por una razón muy simple: su laicismo de base lo lastra irremediablemente, en cuanto que impone a su inteligencia una censura previa que le impide acceder al "Grial del conocimiento". Ese Grial, ese sanctasanctórum del lógos, está en el centro del círculo donde confluyen y se esclarecen mutuamente todos los sectores de las ciencias, disciplinas y saberes. Pero Eco, tan apabullantemente erudito siempre, tan exuberante en datos e ideas de profundidad intermedia, naufraga en cuanto le requerimos juicios de verdadera profundidad, interconexiones epistemológicas de máxima calidad. Y ello no por falta de inteligencia ni de preparación, sino porque el "árbol de la vida" le permanece vedado. Porque, como se sabe, no conocemos con la inteligencia, sino con todo nuestro ser; y, si existe en nosotros una censura previa que afecte al centro de nuestro ser, ello afecta irremediablemente a nuestra capacidad de comprensión de la realidad. Eco, gran medievalista, permanece ajeno al espíritu de la Edad Media, la época de mayor integración de los saberes dentro de la historia de Occidente. Y eso condena a Eco, como también a Borges, otro gran erudito, a una relativa esterilidad.

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