miércoles, 20 de junio de 2007

OCCIDENTE Y LA ADOLESCENCIA ETERNA

En la analogía biologicista de Oswald Spengler, que compara las civilizaciones con organismos que nacen, se desarrollan y mueren, todas cultura atraviesa por cuatro fases: primavera, verano, otoño, invierno. Cuando llega el invierno, la civilización, que ya ha agotado sus fuerzas vitales, asiste a su momento crepuscular. Según Spengler, Occidente habría llegado precisamente a esta fase terminal de su evolución. El escepticismo, la falta de fe en sí mismo, el positivismo, el relativismo y el hedonismo serían los síntomas que delatan el final de nuestro mundo. De modo que el análisis de Nietzsche sobre la decadencia de la cultura occidental como consecuencia de los falsos valores sobre los que se fundamenta y de la "muerte de Dios" serían básicamente correctos. Occidente adopta la filosofía del nihilismo y debe ser sustituido por una nueva civilización, joven y pujante.

Sin embargo, el diagnóstico de Nietzsche y Spengler sólo resulta parcialmente válido. Pues, más que en su momento de vejez invernal, Occidente ha atravesado en el siglo XX el momento de su adolescencia. Ese momento se inicia con la Ilustración, instante cultural en que se produce una clásica rebelión adolescente contra el "padre medieval". Como en la parábola del hijo pródigo, o como los protagonistas adolescentes de Hermann Hesse, Occidente emprende entonces un largo periplo por los laberintos del mundo y de su propia subjetividad. Ese periplo termina convirtiéndose en un deambular errabundo que engendra el desánimo y el pesimismo vital. Un pesimismo que primero se manifestó como existencialismo y hoy lo hace como melancolía posmoderna, mezclada con dosis de ironía, inercia e indiferencia.

Si Occidente quiere salir del marasmo en el que se encuentra sumido, debe superar su fase adolescente y acceder a su mayoría de edad. No se puede ser siempre Jack Kerouac. La adolescencia eterna con la que sueña Occidente es una auténtica cárcel invisible, una "Matrix" que nos mantiene alienados respecto a la auténtica realidad. No se puede vivir instalado en el análisis mercuriano, el hedonismo venusino y la agresividad marciana. Hay que dar el paso a los planetas tradicionales de la edad adulta: Júpiter y Saturno. Los planetas de la superación de la subjetividad narcisista, de la responsabilidad y de la metafísica. Para que Occidente deje de mirarse al ombligo y redescubra la misteriosa objetividad del mundo.

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viernes, 8 de junio de 2007

¿ES COMPATIBLE LA ASTROLOGÍA CON EL CRISTIANISMO?

Que la astrología sea válida o no, es una "cuestión de hecho": sólo puede ser verificada empíricamente, estudiándola a fondo y comprobando su eficacia como vía de conocimiento de la personalidad humana y de las capas más profundas de la psique. En este sentido, el autor de estas líneas está empíricamente convencido de tal validez: no se trata, como tantas veces se dice, de "creer o no creer en la astrología". Se trata simplemente de estudiar y comprobar.

Pero, ¿puede el cristianismo aceptar la astrología? Como se sabe, el Catecismo de la Iglesia Católica la condena como parte de las artes adivinatorias a las que tan aficionado es el sujeto posmoderno. Sin embargo, grandes sabios de la Iglesia, como San Alberto Magno o Santo Tomás de Aquino, admitieron la legitimidad de la ciencia de los astrólogos. De modo que resulta necesario establecer algunas ideas básicas sobre esta cuestión.

En primer lugar: el cristianismo es incompatible con la astrología si se entiende que ésta suprime la libertad humana y que comporta un cauce inexorable para nuestros actos. De este modo, sería inaceptable una concepción estoica de la astrología. Y, en segundo lugar, también debe rechazarse, desde un punto de vista cristiano, lo que podríamos llamar la "concepción posmoderna de la astrología", que, en el fondo, es una versión actualizada del viejo estoicismo determinista: para la mentalidad esotérico-posmoderna, cercana a la Era de Acuario, la astrología significa que no existe un sujeto humano sustancial, una voluntad nuclear con la que el hombre decida libremente sus actos, sino que el ser humano está insertado en una complejísima trama de influencias cósmico-astrológicas que le liberan del peso de la libertad. En último término, el hombre no sería verdaderamente responsable de lo que sucede en su vida, sino víctima pasiva de un acontecer astrológico inexorable, náufrago y vagabundo a la deriva, conducido por las corrientes invisibles del universo. Tales ideas subyacen, por ejemplo, en buena parte de la astrología americana (Stephen Arroyo, Liz Greene), muy ligadas a la concepción kármica e hiduista de la astrología.

Finalmente, muchos de nuestros contemporáneos convierten la astrología en una especie de religión o sucedáneo de la religión. Una forma de idolatría que, sin duda, también es condenable desde la perspectiva del cristianismo.

Ahora bien: salvados todos estos obstáculos, la astrología resulta perfectamente aceptable para un cristiano abierto a las múltiples y sorprendentes dimensiones de lo real. La realidad y la verdad son más anchas que cualquier prejuicio. Si se entiende que una carta astral sólo afecta al plano somático-psíquico del individuo, pero nunca a su corazón, al núcleo más íntimo de su conciencia, su voluntad y su libertad, entonces no existe ninguna objeción doctrinal para que un cristiano admita la astrología, ya que ésta ha demostrado empíricamente, y desde hace siglos, su eficacia.



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lunes, 4 de junio de 2007

BRUCE LEE O EL ORIENTAL DE ALMA OCCIDENTAL

No se ha insistido hasta ahora suficientemente en el carácter típicamente occidental de ese mito contemporáneo que es Bruce Lee. De impulsivo temperamento, no respetó las leyes tradicionales que prohibían enseñar las artes marciales a los extranjeros. Deseaba dar a conocer en Occidente la milenaria sabiduría china. Pero, más allá de tal deseo, existía una clara necesidad de reconocimiento individual que es característica de la mentalidad occidental. Bruce Lee luchó por este reconocimiento en América: estudió Filosofía y quiso ser americano -es decir, occidental-; pero, decepcionado, tuvo que regresar a Hong Kong. No fue reconocido en la California del Instituto Esalen y Allan Watts, que, sin embargo, se abría a la ola orientalizante de la Era de Acuario. Es decir: Bruce Lee es el oriental de alma occidental que intenta ser reconocido como occidental de origen oriental, pero fracasa en su empeño. En el plano arquetípico, Bruce Lee anticipa un problema antropológico de la máxima importancia: como lograr, en la era de la Globalización, una síntesis satisfactoria entre el espíritu occidental y el alma de Oriente.

La síntesis que propuso Bruce Lee fue de claro cuño individualista. Bruce Lee, el gran rebelde individualista de las artes marciales, sacrílego para los maestros de la Tradición, conecta con otros individualistas contemporáneos, como James Dean, Yukio Mishima, Bobby Fischer, Che Guevara o Cassius Clay. Y, naturalmente, con el alma de Fausto, así como con Giordano Bruno y con Nietzsche. Pues existía algo profundamente occidental en Bruce Lee: su concepción agonística de la vida, su intento de maximización paroxística de las energías cósmicas -representado en el estilo de lucha que inventó: el "jeet kune do"-, su carácter heroico, su talante adolescente e individualista. Ahora bien: igual que sucede con Occidente, ese individualismo exacerbado terminó desembocando en una fascinación narcisista por Thanatos, la diosa moderna de la muerte. Las muertes tempranas de James Dean, Mishima, Guevara y Bruce Lee no son simples coincidencias: representan la consecuencia de un individualismo que alcanza su clímax en una muerte donde el sujeto se funde consigo mismo.

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