viernes, 2 de febrero de 2007

Nota filosófica sobre las jerarquías angélicas


Para cierto catolicismo modernizante, posterior al Concilio Vaticano II, la tradicional creencia de la Iglesia en la existencia de los ángeles resultaba un residuo molesto, casi vergonzoso, procedente de una teología medieval y tridentina que exigía una inmediata superación. Al parecer, la fe católica debía ser depurada de tales adherencias supersticiosas: en bien de la aceptabilidad del mensaje cristiano en un mundo secularizado, o de la convergencia ecuménica con las iglesias protestantes.

Según tal punto de vista, la creencia en el mundo angélico constituiría un elemento teológico perfectamente prescindible, amén de una verdad de fe hoy en día molesta para los "cristianos adultos". Poco importarían los numerosos pasajes bíblicos, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, en los que se menciona la intervención de seres angélicos; igual de poco, que en el Credo se recuerde que Dios ha creado "el mundo visible", pero también "el invisible", es decir, el universo de los ángeles; y, por supuesto, lo que ya resultaría casi folklórico es la teoría medieval acerca de las nueve jerarquías angélicas, elaborada por Dionisio Areopagita y Santo Tomás de Aquino.

La existencia de los ángeles es, dentro del dogma católico, una verdad de fe, no sujeta al debate en el que cabe la oscilación entre el "sí" y el "no". Y, en cuanto a las jerarquías angélicas, y aunque la Iglesia, prudentemente, no se aventura a realizar precisiones demasiado detalladas al respecto, se puede decir que su existencia resulta plausible dentro de los "principios racionales de la fe". Es decir: según una racionalidad intuitiva y simbólica que descansaría sobre tres pilares argumentativos:

En primer lugar, el rechazo filosófico del "principio de economía", también llamado "navaja de Occam", según el cual "entia non sunt multiplicanda praeter necessitatem" (no hay que suponer la existencia de más entes que aquellos que son estrictamente necesarios). La experiencia nos enseña precisamente lo contrario: que el mundo está construido a base de lo que la razón, en principio, puede considerar un "exceso" y casi un "despilfarro" de elementos. Una visión racionalista del universo divino también tildaría de "innecesarios" a los ángeles: la infinitud de Dios sería suficiente para "llenar" dicho universo. Por supuesto, Dios no necesita ningún tipo de "complemento"; pero Dios procede por grados, ama las gradaciones y establece una serie de velos y estados intermediarios entre su Luz Inaccesible y el plano de la Creación, justamente para proteger a ésta de un "exceso de luz" que no podría soportar. Resulta filosóficamente coherente pensar que los ángeles son, entre otras cosas, los "guardianes" de esas sucesivas fronteras o velos existentes dentro del mundo invisible.

En segundo lugar, podemos invocar también el "principio de plenitud", que es una de las más importantes leyes estructurales de la realidad. Igual que decimos que la Naturaleza siente "horror al vacío" (horror vacui), el principio de plenitud nos revela que la realidad, en todas sus dimensiones, está siempre "llena de elementos" precisamente de aquella manera que permita la existencia de un mayor número de los mismos, siempre con el límite del número de funciones diferenciadas que puedan ser cumplidas por ellos. De este modo, y aunque es evidente que Dios, por sí mismo, puede realizar cualesquiera "funciones" que su sabiduría establezca como convenientes dentro del misterioso plan general de la Creación, resulta filosóficamente coherente pensar que ha creado una jerarquía de seres espirituales al servicio de las mismas, de modo que el mundo espiritual esté "lo más lleno posible", cumpliendo el postulado metafísico de la máxima variedad conveniente dentro de la unidad. A Dios "le gusta crear seres", si se nos permite la expresión: tanto en el mundo invisible como en el visible, y en razón del principio de plenitud, Dios "es feliz" -otra licencia expresiva- jugando a crear combinatoriamente la máxima frondosidad ontológica. Este gusto divino por la "sinfonía creativa" tendría una de sus manifestaciones, precisamente, en las jerarquías angélicas.

Finalmente, en tercer lugar, cabe aducir, en apoyo de nuestra tesis, el conocido "principio de analogía", según el cual, y en virtud de la simetría estructural que se repite a lo largo y ancho de todas las dimensiones de lo real, las mismas leyes, verdades y fenómenos que observamos en cierto sector de la realidad se reproducen también -aunque a su modo propio, que no podemos captar en todos sus matices- en otros sectores que no nos son directamente accesibles. Así, en virtud de un razonamiento analógico, podemos deducir que si, dentro de nuestro propio mundo sensorial, la disposición jerárquica de una pluralidad de elementos armónicamente combinados en torno a un eje central respecto al cual todos ellos se subordinan en un orden progresivo constituye una mayor fuente de belleza que la sola presencia de ese eje central -por espléndido y perfecto que sea en sí mismo-, entonces lo mismo sucederá en el mundo espiritual: en torno al centro absoluto de la Luz Divina orbitarán, cada una a su propio nivel, las distintas jerarquías angélicas. Porque, así, el mundo espiritual es más bello; y, si es más bello, es también más verdadero, aplicando aquel principio escolástico de la convertibilidad mutua del "verum" y del "pulchrum": lo bello es de suyo verdadero, y lo verdadero es de suyo bello.

De este modo, en fin, vemos que la existencia de las jerarquías angélicas resulta metafísicamente coherente para una razón iluminada por la fe y que recurre a los más amplios, audaces e "imaginativos" criterios de verificabilidad.

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