viernes, 25 de mayo de 2007

SUJETO MODERNO Y HOMBRE MEDIEVAL

Desde el siglo XVIII, el sujeto moderno, emancipado de su antigua servidumbre teocéntrica, ha pretendido "ser él mismo". Rousseau, en sus "Confesiones", inaugura la subjetividad moderna. Una subjetividad que, sociológicamente, ha desembocado, a finales del siglo XX y principios del XXI, en el mito de que "hay que ser uno mismo". En otras épocas, el hombre no pretendía "ser él mismo", sino ajustarse a un cierto patrón antropológico culturalmente establecido, de modo que ese "ser él mismo" no constituía un objetivo primordial. No es que se despreciara totalmente la subjetividad -todo ser humano es único e irrepetible: no somos meras copias de un modelo estándar-; pero ésta se percibía como una realidad potencialmente problemática. Lo esencial era, como decimos, ajustarse a un patrón antropológico para, dentro de ese molde, y de modo secundario y derivado, dar cauce al desarrollo de la personalidad individual.

Tal era la antropología subyacente en la Edad Media, prototipo de era tradicional en Occidente. Pero el hombre contemporáneo, siguiendo la estela de Nietzsche, Rimbaud y Kerouac, insiste en un individualismo que rechaza, como inadmisibles imposiciones ontológicas, esos patrones antiguamente tan valorados. Unos patrones que servían para encauzar existencialmente al individuo, que, sin ellos, fácilmente se desliza hacia el caos, la anarquía y el narcisismo, cuando no directamente hacia la desazón vital y la depresión. Es justamente lo que sucede hoy: los hombres quieren "ser ellos mismos", pero ya no saben cómo conseguirlo. Fascinados por el sendero individualista de Leonardo da Vinci, Giordano Bruno o Hermann Hesse, caen en la indeterminación vital del hombre posmoderno, que es una nueva versión del "hombre sin atributos" de Musil.

Una de las grandes revoluciones que debe afrontar la cultura occidental consiste precisamente en la restauración del valor antropológico de la objetividad, de los moldes, patrones o cánones de los que hablamos. Sin ellos, el ser humano no sabe cómo madurar y se dispersa. El propio Hermann Hesse nos lo enseña: su ideal no está en esa exaltación del individualismo que es Demian, sino en el Joseph Knecht de "El juego de los abalorios", que entra en esa especie de orden religioso-laica de la cultura que es Castalia. Una orden que, ofreciendo un exigente modelo de perfección humana, salva a sus miembros de la acción centrífuga y disgregadora de la cultura moderna.

Sin embargo, Joseph Knecht también termina fracasando. Hermann Hesse no consiguió resolver satisfactoriamente el problema de cómo acomodar la subjetividad moderna en los antiguos patrones de objetividad antropológica. El río de Heráclito es más poderoso que el ideal cultural de Castalia. De modo que el desafío sigue en pie: ¿cómo recuperar lo mejor de la subjetividad medieval sin perder lo legítimo de la subjetividad moderna? ¿Cómo armonizar el flujo de Heráclito con la permanencia de Parménides? Una pregunta abierta de la que depende en gran parte el futuro de nuestro mundo.

No hay comentarios: