viernes, 18 de mayo de 2007

LA INCOHERENCIA METAFÍSICA DE KANT

Una de las frases más célebres de Immanuel Kant es aquella en la cual el ilustre filósofo de Königsberg decía: "Dos cosas hay que llenan mi ánimo de admiración: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí". Ahora bien: precisamente ahí, en el cielo estrellado y en la ley moral, tiene la filosofía perenne -esa gran olvidada unas veces y vilipendiada otras- la base para dos de sus más clásicos argumentos en favor de la existencia de Dios. En efecto: el cielo estrellado simboliza el orden del universo, que filosóficamente conduce a la existencia de una Inteligencia Ordenadora -recordemos la quinta vía de Tomás de Aquino-, su majestuosidad infinita nos hace pensar en el mundo supralunar de Aristóteles (mundo espiritual por encima de la corruptibilidad y mutabilidad del mundo terrestre), y su giro en torno a la Estrella Polar nos remite a la idea del Centro del Mundo y del Primer Motor Inmóvil. Por su parte, la ley moral -que la conciencia descubre, pero no crea- sólo puede ser explicada, en último término, como producto de un orden moral objetivo y transcendente al sujeto humano: un orden moral creado por Dios, o que, al menos, apunta hacia el horizonte de Dios.

Si hubiera sido coherente con sus propias tesis filosóficas, Kant no habría debido confesar admiración alguna ni por el cielo estrellado ni por la ley moral: el cielo estrellado no sería más que parte del universo fenoménico insertado en las coordenadas del espacio y el tiempo, límite -según Kant- de lo que la mente humana puede conocer. Y, en cuanto a los fundamentos remotos de la ley moral, hay que decir que pertenecen, igual que el hipotético "yo" o alma, al ámbito del noúmeno, incognoscible para el hombre. De modo que, en la filosofía kantiana, tampoco hay razón para admirarse de esa ley que siento en mí, pero cuyo origen y significado mi mente, encerrada en la cárcel cósmica de los fenómenos, es incapaz de desentrañar.

Por supuesto, lo que sucede es que Kant negó a priori, por razones emocionales y psico-históricas, la posibilidad de la metafísica, y luego elaboró, a posteriori, un sistema filosófico ad hoc que utilizó como apoyatura argumental para aquello que él ya había negado de entrada. Pero, en realidad, lo que rechazó fue la metafísica abstracta, anquilosada y racionalista que se practicaba en su época, y no toda forma de metafísica. De modo que, cuando decía admirar el cielo estrellado y la ley moral, estaba admitiendo implícitamente la metafísica y contradiciéndose a sí mismo. Lo cual nos demuestra una vez más que, con frecuencia, los filósofos piensan mejor cuando lo hacen como simples hombres que cuando se ponen oficialmente a filosofar.

2 comentarios:

OlI dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Anónimo dijo...

Me gusta mucho este blog. Enhorabuena.

La razón por la cual Kant niega la posibilidad de la metafísica es de tipo empírico, y cualquier persona está capacitada para dar con ella: si no captamos mediante los sentidos un objeto que se corresponda con el concepto de Dios, entonces no podemos afirmar la existencia de Dios y, por lo tanto, incurrimos en el error de la “ilusión trascendental”, es decir, la ilusión de ampliar el conocimiento sin atenernos a la información empírica. Este es el error cometido por quienes sostienen alguna de las tres pruebas de la existencia de Dios que el propio Kant refuta en la “Crítica de la razón pura”; todas ellas consisten en “demostrar” la existencia de modo analítico, o sea, a partir del concepto. El célebre “argumento ontológico” de Anselmo de Canterbury es una demostración de Dios a partir del concepto de Dios, por poner un ejemplo de lo criticado por Kant. Pero Kant dice algo así: «Sal de tu concepto y busca a dios en la experiencia, a ver si existe». Es decir, el juicio “Dios existe” habría de ser necesariamente de tipo sintético.

Sin embargo, el propio Kant obvia su exigencia de hallar un objeto para demostrar la existencia y, ¡tachán!, se saca de la manga el asunto de las leyes morales: negarlas nos haría aborrecibles ante nosotros mismos; conque, si no podemos negarlas, entonces algo fuera de nosotros debe garantizar su validez. Al principio de la “Crítica de la razón pura”, afirma que todo conocimiento parte de la experiencia; pero, casi al final de la obra, establece tres niveles de conocimiento: la “opinión”, la “creencia” y el “saber”. Dios, dice el ínclito autor, es una “creencia”; este grado intermedio del saber consiste en tener certeza (subjetiva, como él mismo reconoce) sobre la verdad de una afirmación imposible de confirmarse en la información empírica —otro ejemplo de creencia sería la convicción del propio Kant de la existencia de vida extraterrestre—. Es decir, el enunciado “Dios existe” se acepta como verdadero aunque no pueda demostrarse en la experiencia su verdad; debido a las leyes morales, Dios tiene que existir sí o sí, aunque no lo veamos ni lo toquemos. Es una contradicción: no se puede decir que el conocimiento parte de la experiencia para, después, aceptar la verdad de un enunciado que no puede contrastarse. Porque no hablamos de indicios, cuya observación nos haría deducir la existencia de algo sin necesidad de haberlo visto (por ejemplo, las huellas en la arena hacen pensar que una persona pasó por la playa); las leyes morales no son indicios de nada, porque bien pudieron obedecer a criterios humanos.

Así las cosas, si Kant hubiese sido riguroso, habría dicho sencillamente que no sabemos si dios existe. A no ser, claro está, que postulase la existencia de alguna rara facultad de conocimiento diferente a las facultades de los sentidos. Él mismo descarta la posibilidad de una “intuición intelectual”, y no creo que admitiese la solución de Schleiermacher, autor romántico, quien, dejando de lado las diferencias de su dios con el de Kant, habló del sentimiento, es decir, de una honda impresión producida en nosotros por Dios, prueba de su existencia.

Un saludo,
Fer.