viernes, 4 de mayo de 2007

OCCIDENTE Y LOS PEREGRINOS DE PETRA


Petra, ciudad nabatea. La ciudad del desierto jordano, entre el Mar Muerto y el Golfo de Aqaba, construida por los nabateos en el siglo III a. C., paso obligado para las caravanas que partían de Damasco y el Golfo Pérsico. Tras siglos de prosperidad, cayó en el olvido hasta ser redescubierta en 1812 por el explorador suizo Johann Burckhardt. Y hoy, a principios del siglo XXI, uno de los grandes iconos del imaginario occidental, de modo similar a Stonehenge o las líneas de Nazca.

Pero, ¿por qué fascina Petra? Sobre todo, porque simboliza la inmersión en la intemporalidad del desierto. El silencio, la soledad, la experiencia metafísica ligada a las grandes rocas como hierofanías. Los macizos rocosos de Petra, la ciudad escondida en el desierto, nos ponen en contacto con el universo de la transcendencia y de lo sagrado. El contacto con Petra supone una auténtica experiencia de orden espiritual. Un silencio que atraviesa el espesor de los siglos, el desierto circundante como lugar de encuentro con Dios.

Miles de turistas visitan cada año las ruinas de Petra y quedan sobrecogidos por su grandeza. Las imágenes de Petra están hoy ampliamente difundidas: nuestro universo icónico, el supermercado contemporáneo de las imágenes planetarias, ha fagocitado la imagen de Petra, como la de Stonehenge o las de los monasterios griegos de los Montes Meteoros. Y nos volvemos insensibles ante su profundo significado: porque Petra marca el rumbo al que debe dirigirse hoy la cultura occidental: el retorno al silencio del desierto, el redescubrimiento de la objetividad ontológica representado por las grandes rocas, como las de Petra o las del macizo plutónico de Montserrat. Jack Kerouac, símbolo del nómada existencialista contemporáneo, emprendió su peregrinación hacia el Oeste americano, hacia la soledad de las Montañas Rocosas, hacia San Francisco y el Pacífico como nuevo Finisterre, como frontera metafísica del mundo. Pero el destino de Kerouac está en Petra. En los parajes agrestes y pedregosos donde lucharon contra sus demonios los Padres del Desierto. En el cielo infinito bajo el que vivieron los beduinos y se tejieron las innumerables leyendas de Oriente. Petra es nuestro pasado y nuestro futuro. Nuestro futuro, porque el subjetivismo relativista posmoderno sólo puede regenerarse reinsertándose en la objetividad ontológica del ser: no tanto en el Urwald, en el bosque germánico primordial de Heidegger, como en las rocas silenciosas del desierto de Petra. Petra como lugar de reencuentro con el Dios que convirtió en peregrino al viejo Abraham.

También Occidente tiene que convertirse en peregrino y ponerse en camino hacia Petra, puerta de entrada para una peregrinación infinita hacia los confines del mundo. Que así sea.

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