miércoles, 24 de enero de 2007

EL GALLO CANTA AL AMANECER


Hace unos años, pasé una semana de agosto, junto a un grupo de amigos, en una casa rural del altiplano murciano. Y, entre los muchos recuerdos significativos que guardo de aquellos días, está el de despertarme cada mañana, bien temprano, con el canto del gallo que los dueños de la finca tenían en el corral contiguo a nuestras habitaciones. Su kikiriki ritual, que anunciaba la salida del sol por el horizonte, igual que la cadencia rítmica de las campanas del pueblo, que se oían a lo lejos, transportaba mi memoria a la atmósfera de una época pretérita.
En primer lugar, a mi propia niñez, en la que todavía alcancé a conocer vestigios de ese mundo de antaño que hoy ya se nos ha ido: un mundo de campanas, pan recién sacado del horno, abuelas que hacían ganchillo y calceta, el afilador pasando por las calles con su flauta y la gente haciendo la señal de la cruz delante de la puerta de la iglesia. Y, en segundo lugar, a otra época soñada y leída de símbolos perdidos, en la que los signos y elementos de la Naturaleza aún revelaban a los hombres un mundo de significados que hoy ya no sabemos interpretar.
Como hacía, por ejemplo, el canto del gallo: pájaro simbólico de la mañana, ave solar que dispersa las larvas de la noche y anuncia la victoria sobre las sombras de las tinieblas. Un gallo de piedra, presidiendo en efigie la entrada del hogar, proporcionaba a sus moradores protección contra las influencias del submundo demoníaco. En la tradición nórdica, el gallo vigila el horizonte desde las ramas más altas del árbol cósmico Yggdrasil, para prevenir a los dioses contra los ataques de los gigantes, sus eternos enemigos. Y, dentro de la iconografía cristiana, el gallo es símbolo de Cristo y de la Resurrección. Emplazado con frecuencia sobre torres y campanarios, saluda desde allí, mirando a Oriente, al Cristo-Sol que ha triunfado sobre el demonio y los abismos de la muerte. Y, operando alquímicamente en el interior del alma humana, el gallo, ave de la luz matinal, provoca -en el corazón bien dispuesto- un retorno a la mañana primigenia de la Creación, a esa pureza alegre que llama a la actividad y que constituye uno de los tesoros más profundos del alma de los santos: una actividad ordenada y fecunda que, bajo su humilde apariencia, constituye el instrumento más eficaz para transfigurar y llenar de luminosidad la faz del mundo.
El gallo, pues, canta al amanecer para provocar un amanecer espiritual en nuestra propia alma. Y, sin embargo, esto ya no es así para la Europa de nuestros días. Siguiendo la senda abierta por el profetismo de Nietzsche, Europa ha desechado la luz de la mañana en favor de la oscuridad dionisíaca de la noche. Ha optado por el crepúsculo alejandrino, por el ambiente nocturno donde el vacío de la espectral Lilith engendra sombras inquietantes que vampirizan a los hombres. En vez de la frescura matinal del amanecer, las tinieblas de la confusión y de los estados morbosos del espíritu, como la meláncolía, el escepticismo, la abulia, la indiferencia y el hastío. Europa, que ya no sabe levantarse temprano, con el canto del gallo, ha olvidado que "a quien madruga, Dios le ayuda". Pero el propio Zaratustra de Nietzsche ama la luz del amanecer. El sol que asoma por el horizonte, contemplado desde el silencio de las cumbres. Tal vez Zaratustra tuviera su propio gallo. Un gallo que también la Europa crepuscular del siglo XXI debe levantarse de nuevo a oír cantar.

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