Hacia 1968, Wilhelm Reich, psicoanalista disidente del psicoanális freudiano, se convirtió en un mito para la juventud libertaria de Occidente. Reich, profeta de la libertad sexual, reclamaba el fin de las represiones burguesas, el reconocimiento de la sexualidad infantil y adolescente: abajo el moralismo patriarcal, el autoritarismo que impedía la felicidad genital, remedio -según él- para casi todos los males de Occidente. Resulta hoy difícil hacerse cargo del aura mística que, durante casi veinte años, hasta bien entrada la década de 1980, rodeó a este visionario del sexo, convertido para él en una especie de fuente de suprema energía cósmica.
Luego pasaron los años y el vendaval libertario amainó. Pero el mensaje de Reich, abstruso y casi esotérico, se convirtió en una papilla de tópicos sociológicos que casi nadie se atreve a discutir. Así sucede, por ejemplo, con la masturbación. Como leemos con frecuencia en revistas de todo tipo, la masturbación es importante para "conocer el cuerpo propio". Y, sin embargo, y como resulta evidente para un mínimo análisis antropológico, la masturbación constituye un hábito que, por supuesto, no produce los males físicos con los que hace décadas aún se asustaba a los adolescentes, pero sí provoca un importante daño espiritual: pues encierra a la psique en una sutil forma de narcisismo y egocentrismo que afecta a planos muy profundos de la vida de una persona. No es que el masturbador, por el hecho de masturbarse, se convierta en un ser egoísta y únicamente centrado en sí mismo, incapaz de hacerse cargo de los sentimientos de los demás. No se trata de eso. Lo que sucede es que quien se masturba habitualmente entra, de una manera imperceptible para él, en una órbita psico-filosófica, existencial y espiritual en la que es muy fácil aceptar como verdaderas y correctas ciertas ideas -aunque realmente no lo sean-
, y en cambio rechazar otras ideas como falsas -aunque sean verdaderas-. Por ejemplo, el masturbador habitual tiende a aceptar el relativismo filosófico típico de la mentalidad posmoderna, a la vez que suele mostrarse refractario o incluso hostil a la fe religiosa. También tiende a considerar como legítimos la homosexualidad y el aborto, así como la pornografía y la libre experimentación sexual. El masturbador es un individualista del sexo que vive psico-físicamente dentro de sí mismo y que permanece prisionero de la cárcel invisible de su propia subjetividad.
Aunque el hombre occidental contemporáneo sea incapaz de entenderlo, existe vida más allá de la masturbación, y más allá del sexo en general. Si, hoy en día, se dice en público que la masturbación no es una práctica tan maravillosa como predican las sexólogas del Cosmopolitan, lo miran a uno como si fuera un extraterrestre: hasta tal punto la ideología libertaria de Wilhelm Reich ha dejado de ser una peligrosa teoría ultraizquierdista y subversiva, para convertirse en la vulgata indiscutible de una sociedad conformista y anestesiada que abandonó hace décadas el sano hábito de pensar. Cuando Platón nos relató su inmortal mito de la caverna, olvidó explicarnos que los prisioneros allí encadenados, aparte de contemplar las engañosas figuras proyectadas sobre la pared del fondo, pasaban todo el tiempo masturbándose. Y, por cierto, uno de ellos se llamaba Wilhelm Reich.
sábado, 14 de julio de 2007
WILHELM REICH Y LA MASTURBACIÓN
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Etiquetas: caverna de Platón, individualismo, masturbación, mito de la caverna, psicoanálisis, relativismo, revolución sexual, Wilhelm Reich
miércoles, 20 de junio de 2007
OCCIDENTE Y LA ADOLESCENCIA ETERNA
En la analogía biologicista de Oswald Spengler, que compara las civilizaciones con organismos que nacen, se desarrollan y mueren, todas cultura atraviesa por cuatro fases: primavera, verano, otoño, invierno. Cuando llega el invierno, la civilización, que ya ha agotado sus fuerzas vitales, asiste a su momento crepuscular. Según Spengler, Occidente habría llegado precisamente a esta fase terminal de su evolución. El escepticismo, la falta de fe en sí mismo, el positivismo, el relativismo y el hedonismo serían los síntomas que delatan el final de nuestro mundo. De modo que el análisis de Nietzsche sobre la decadencia de la cultura occidental como consecuencia de los falsos valores sobre los que se fundamenta y de la "muerte de Dios" serían básicamente correctos. Occidente adopta la filosofía del nihilismo y debe ser sustituido por una nueva civilización, joven y pujante.
Sin embargo, el diagnóstico de Nietzsche y Spengler sólo resulta parcialmente válido. Pues, más que en su momento de vejez invernal, Occidente ha atravesado en el siglo XX el momento de su adolescencia. Ese momento se inicia con la Ilustración, instante cultural en que se produce una clásica rebelión adolescente contra el "padre medieval". Como en la parábola del hijo pródigo, o como los protagonistas adolescentes de Hermann Hesse, Occidente emprende entonces un largo periplo por los laberintos del mundo y de su propia subjetividad. Ese periplo termina convirtiéndose en un deambular errabundo que engendra el desánimo y el pesimismo vital. Un pesimismo que primero se manifestó como existencialismo y hoy lo hace como melancolía posmoderna, mezclada con dosis de ironía, inercia e indiferencia.
Si Occidente quiere salir del marasmo en el que se encuentra sumido, debe superar su fase adolescente y acceder a su mayoría de edad. No se puede ser siempre Jack Kerouac. La adolescencia eterna con la que sueña Occidente es una auténtica cárcel invisible, una "Matrix" que nos mantiene alienados respecto a la auténtica realidad. No se puede vivir instalado en el análisis mercuriano, el hedonismo venusino y la agresividad marciana. Hay que dar el paso a los planetas tradicionales de la edad adulta: Júpiter y Saturno. Los planetas de la superación de la subjetividad narcisista, de la responsabilidad y de la metafísica. Para que Occidente deje de mirarse al ombligo y redescubra la misteriosa objetividad del mundo.
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viernes, 8 de junio de 2007
¿ES COMPATIBLE LA ASTROLOGÍA CON EL CRISTIANISMO?
Que la astrología sea válida o no, es una "cuestión de hecho": sólo puede ser verificada empíricamente, estudiándola a fondo y comprobando su eficacia como vía de conocimiento de la personalidad humana y de las capas más profundas de la psique. En este sentido, el autor de estas líneas está empíricamente convencido de tal validez: no se trata, como tantas veces se dice, de "creer o no creer en la astrología". Se trata simplemente de estudiar y comprobar.
Pero, ¿puede el cristianismo aceptar la astrología? Como se sabe, el Catecismo de la Iglesia Católica la condena como parte de las artes adivinatorias a las que tan aficionado es el sujeto posmoderno. Sin embargo, grandes sabios de la Iglesia, como San Alberto Magno o Santo Tomás de Aquino, admitieron la legitimidad de la ciencia de los astrólogos. De modo que resulta necesario establecer algunas ideas básicas sobre esta cuestión.
En primer lugar: el cristianismo es incompatible con la astrología si se entiende que ésta suprime la libertad humana y que comporta un cauce inexorable para nuestros actos. De este modo, sería inaceptable una concepción estoica de la astrología. Y, en segundo lugar, también debe rechazarse, desde un punto de vista cristiano, lo que podríamos llamar la "concepción posmoderna de la astrología", que, en el fondo, es una versión actualizada del viejo estoicismo determinista: para la mentalidad esotérico-posmoderna, cercana a la Era de Acuario, la astrología significa que no existe un sujeto humano sustancial, una voluntad nuclear con la que el hombre decida libremente sus actos, sino que el ser humano está insertado en una complejísima trama de influencias cósmico-astrológicas que le liberan del peso de la libertad. En último término, el hombre no sería verdaderamente responsable de lo que sucede en su vida, sino víctima pasiva de un acontecer astrológico inexorable, náufrago y vagabundo a la deriva, conducido por las corrientes invisibles del universo. Tales ideas subyacen, por ejemplo, en buena parte de la astrología americana (Stephen Arroyo, Liz Greene), muy ligadas a la concepción kármica e hiduista de la astrología.
Finalmente, muchos de nuestros contemporáneos convierten la astrología en una especie de religión o sucedáneo de la religión. Una forma de idolatría que, sin duda, también es condenable desde la perspectiva del cristianismo.
Ahora bien: salvados todos estos obstáculos, la astrología resulta perfectamente aceptable para un cristiano abierto a las múltiples y sorprendentes dimensiones de lo real. La realidad y la verdad son más anchas que cualquier prejuicio. Si se entiende que una carta astral sólo afecta al plano somático-psíquico del individuo, pero nunca a su corazón, al núcleo más íntimo de su conciencia, su voluntad y su libertad, entonces no existe ninguna objeción doctrinal para que un cristiano admita la astrología, ya que ésta ha demostrado empíricamente, y desde hace siglos, su eficacia.
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lunes, 4 de junio de 2007
BRUCE LEE O EL ORIENTAL DE ALMA OCCIDENTAL
No se ha insistido hasta ahora suficientemente en el carácter típicamente occidental de ese mito contemporáneo que es Bruce Lee. De impulsivo temperamento, no respetó las leyes tradicionales que prohibían enseñar las artes marciales a los extranjeros. Deseaba dar a conocer en Occidente la milenaria sabiduría china. Pero, más allá de tal deseo, existía una clara necesidad de reconocimiento individual que es característica de la mentalidad occidental. Bruce Lee luchó por este reconocimiento en América: estudió Filosofía y quiso ser americano -es decir, occidental-; pero, decepcionado, tuvo que regresar a Hong Kong. No fue reconocido en la California del Instituto Esalen y Allan Watts, que, sin embargo, se abría a la ola orientalizante de la Era de Acuario. Es decir: Bruce Lee es el oriental de alma occidental que intenta ser reconocido como occidental de origen oriental, pero fracasa en su empeño. En el plano arquetípico, Bruce Lee anticipa un problema antropológico de la máxima importancia: como lograr, en la era de la Globalización, una síntesis satisfactoria entre el espíritu occidental y el alma de Oriente.
La síntesis que propuso Bruce Lee fue de claro cuño individualista. Bruce Lee, el gran rebelde individualista de las artes marciales, sacrílego para los maestros de la Tradición, conecta con otros individualistas contemporáneos, como James Dean, Yukio Mishima, Bobby Fischer, Che Guevara o Cassius Clay. Y, naturalmente, con el alma de Fausto, así como con Giordano Bruno y con Nietzsche. Pues existía algo profundamente occidental en Bruce Lee: su concepción agonística de la vida, su intento de maximización paroxística de las energías cósmicas -representado en el estilo de lucha que inventó: el "jeet kune do"-, su carácter heroico, su talante adolescente e individualista. Ahora bien: igual que sucede con Occidente, ese individualismo exacerbado terminó desembocando en una fascinación narcisista por Thanatos, la diosa moderna de la muerte. Las muertes tempranas de James Dean, Mishima, Guevara y Bruce Lee no son simples coincidencias: representan la consecuencia de un individualismo que alcanza su clímax en una muerte donde el sujeto se funde consigo mismo.
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miércoles, 30 de mayo de 2007
LOS ENIGMAS DE MARTE Y LA METAFÍSICA
A pesar de los avances científicos logrados durante las últimas décadas en el campo de la Astronomía en general, y en el conocimiento de los planetas del Sistema Solar en particular, Marte aún no ha perdido su encanto ni su misterio. Y no sólo ante la posibilidad -sostenida por la NASA- de descubrir agua en su subsuelo, sino, sobre todo, porque Marte es un "lugar para la reflexión metafísica". Lo fue ya a finales del siglo XIX: la hipotética civilización marciana que habría construido los supuestos "canales de Marte" habitaba un mundo viejo y agotado, igual que lo era la civilización europea hacia 1900. A pesar de su aparente apogeo, era ya la cultura nihilista profetizada por Nietzsche y había llegado al invierno alejandrino y finisecular diagnosticado por el pesimismo de Spengler. Y, una vez alcanzada esta fase de su evolución, la cultura occidental, fatigada de sí misma, siente la necesidad de la reflexión metafísica, del silencio -ciertamente algo taciturno y sombrío- que medita sobre el universo, el tiempo y el significado de la Historia. Se desarrolla entonces una especie de poesía de la decadencia. El erudito melancólico -como Borges- ve llegada entonces su hora. De modo que la fascinación popular por la civilización feneciente de un Marte agotado refleja el propio estado de la civilización occidental a principios del siglo XX. Europa buscó en Marte un espejo para su propia situación espiritual.
Y hoy sigue sucediendo algo semejante. El gran mito marciano contemporáneo es el de la célebre "cara de Marte". Sin duda, un efecto de luz sobre el paisaje; pero un espejismo con un profundo signficado cultural. Como los moais de la isla de Pascua, la cara de Marte, genuinamente humana, representa el rostro metafísico del hombre. El hombre como misterio espiritual expresado en su rostro. En una época que se esfuerza por rebajar la categoría ontológica del ser humano (como hace la vulgata biológica, que repite sin cesar el tópico de que "compartimos el 99% del genoma con los chimpancés"), el rostro de Marte nos pone en contacto con el misterio infinito del ser humano, en cuyo rostro nos asomamos a un abismo imposible de agotar: un abismo insondable porque la finitud humana confina con la infinitud de Dios.
Marte tiene, pues, muchas cosas que decirnos. Y no tanto sobre hipotéticas civilizaciones extraterrestres como sobre la situación espiritual de nuestro propio mundo.
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viernes, 25 de mayo de 2007
SUJETO MODERNO Y HOMBRE MEDIEVAL
Desde el siglo XVIII, el sujeto moderno, emancipado de su antigua servidumbre teocéntrica, ha pretendido "ser él mismo". Rousseau, en sus "Confesiones", inaugura la subjetividad moderna. Una subjetividad que, sociológicamente, ha desembocado, a finales del siglo XX y principios del XXI, en el mito de que "hay que ser uno mismo". En otras épocas, el hombre no pretendía "ser él mismo", sino ajustarse a un cierto patrón antropológico culturalmente establecido, de modo que ese "ser él mismo" no constituía un objetivo primordial. No es que se despreciara totalmente la subjetividad -todo ser humano es único e irrepetible: no somos meras copias de un modelo estándar-; pero ésta se percibía como una realidad potencialmente problemática. Lo esencial era, como decimos, ajustarse a un patrón antropológico para, dentro de ese molde, y de modo secundario y derivado, dar cauce al desarrollo de la personalidad individual.
Tal era la antropología subyacente en la Edad Media, prototipo de era tradicional en Occidente. Pero el hombre contemporáneo, siguiendo la estela de Nietzsche, Rimbaud y Kerouac, insiste en un individualismo que rechaza, como inadmisibles imposiciones ontológicas, esos patrones antiguamente tan valorados. Unos patrones que servían para encauzar existencialmente al individuo, que, sin ellos, fácilmente se desliza hacia el caos, la anarquía y el narcisismo, cuando no directamente hacia la desazón vital y la depresión. Es justamente lo que sucede hoy: los hombres quieren "ser ellos mismos", pero ya no saben cómo conseguirlo. Fascinados por el sendero individualista de Leonardo da Vinci, Giordano Bruno o Hermann Hesse, caen en la indeterminación vital del hombre posmoderno, que es una nueva versión del "hombre sin atributos" de Musil.
Una de las grandes revoluciones que debe afrontar la cultura occidental consiste precisamente en la restauración del valor antropológico de la objetividad, de los moldes, patrones o cánones de los que hablamos. Sin ellos, el ser humano no sabe cómo madurar y se dispersa. El propio Hermann Hesse nos lo enseña: su ideal no está en esa exaltación del individualismo que es Demian, sino en el Joseph Knecht de "El juego de los abalorios", que entra en esa especie de orden religioso-laica de la cultura que es Castalia. Una orden que, ofreciendo un exigente modelo de perfección humana, salva a sus miembros de la acción centrífuga y disgregadora de la cultura moderna.
Sin embargo, Joseph Knecht también termina fracasando. Hermann Hesse no consiguió resolver satisfactoriamente el problema de cómo acomodar la subjetividad moderna en los antiguos patrones de objetividad antropológica. El río de Heráclito es más poderoso que el ideal cultural de Castalia. De modo que el desafío sigue en pie: ¿cómo recuperar lo mejor de la subjetividad medieval sin perder lo legítimo de la subjetividad moderna? ¿Cómo armonizar el flujo de Heráclito con la permanencia de Parménides? Una pregunta abierta de la que depende en gran parte el futuro de nuestro mundo.
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SARTRE Y LA RELIGIÓN DEL CONSUMO
¿Podemos afirmar que existe una "religión del consumo"? Tal vez pueda parecer paradójico o exagerado, pero, en efecto, así es. Los sociólogos contemporáneos hablan desde hace años sobre los grandes centros comerciales como "nuevos templos civiles". Unos templos a donde millones de individuos acuden inconscientemente en busca de un remedio -bien es cierto que de muy baja calidad y eficacia- contra la sensación difusa de insatisfacción y malestar que es como la música de fondo de sus vidas. Antiguamente, los hombres iban a los templos a orar. Hoy, acuden a los grandes almacenes a comprar.
El acto de consumo, la adquisición de tal o cual producto, actúa hoy como una especie de sucedáneo de los antiguos sacramentos. En el genuino sacramento religioso, el creyente entra en contacto con la plenitud ontológica y de sentido que procede de la esfera de lo divino. En ese sucedáneo del sacramento que es el acto de compra consumista, el consumidor obtiene la satisfacción pasajera proveniente de la cosas que adquiere. Lo cual significa una traducción práctica de dos conocidos conceptos filosóficos elaborados por Sartre: las cosas son "ser-en-sí", plenas, macizas, idénticas a sí mismas, no-problemáticas, como el Ser de Parménides. El hombre, en cambio, es "ser-para-sí": una escisión, una hendidura, una conciencia en principio vacía que necesita llenarse con el contenido que le aportan el ser de las cosas. En otros tiempos, ese ser que daba contenido a la conciencia procedía del universo de la cultura. Pero ahora, cuando la cultura occidental ha entrado en una fase de indescriptible caos, cuando, según el título del célebre libro de Lipovetsky, hemos entrado en "la era del vacío", en la era nihilista del "último hombre" de Nietzsche y de Fukuyama, el individuo occidental standard ya sólo sabe "sentirse lleno" en el fugaz momento de la adquisición de un objeto. Un objeto que, de momento, le aporta una revitalizante euforia, pero que, después, queda contaminado por la esterilidad, la impotencia y la desorientación espiritual del sujeto que lo ha adquirido.
El individuo moderno necesita adquirir una sensación de consistencia que hoy no encuentra en ningún lugar. Se trata, en el fondo, de la vieja experiencia humana según la cual el hombre es un ser frágil y menesteroso, que precisa, para autorrealizarse como ser humano genuino, una plenitud ontológica más densa y frondosa que la suya: la plenitud de lo sacrum, del universo de lo divino. El hombre actual percibe confusamente esa misma menesterosidad, pero pretende ponerle remedio mediante métodos completamente equivocados. Uno de ellos es la moderna religión del consumo, que deja al sujeto tan insatisfecho como el Tántalo de la mitología.
Publicado por Antonio Martínez Belchí en 8:00 1 comentarios
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