miércoles, 30 de mayo de 2007

LOS ENIGMAS DE MARTE Y LA METAFÍSICA

A pesar de los avances científicos logrados durante las últimas décadas en el campo de la Astronomía en general, y en el conocimiento de los planetas del Sistema Solar en particular, Marte aún no ha perdido su encanto ni su misterio. Y no sólo ante la posibilidad -sostenida por la NASA- de descubrir agua en su subsuelo, sino, sobre todo, porque Marte es un "lugar para la reflexión metafísica". Lo fue ya a finales del siglo XIX: la hipotética civilización marciana que habría construido los supuestos "canales de Marte" habitaba un mundo viejo y agotado, igual que lo era la civilización europea hacia 1900. A pesar de su aparente apogeo, era ya la cultura nihilista profetizada por Nietzsche y había llegado al invierno alejandrino y finisecular diagnosticado por el pesimismo de Spengler. Y, una vez alcanzada esta fase de su evolución, la cultura occidental, fatigada de sí misma, siente la necesidad de la reflexión metafísica, del silencio -ciertamente algo taciturno y sombrío- que medita sobre el universo, el tiempo y el significado de la Historia. Se desarrolla entonces una especie de poesía de la decadencia. El erudito melancólico -como Borges- ve llegada entonces su hora. De modo que la fascinación popular por la civilización feneciente de un Marte agotado refleja el propio estado de la civilización occidental a principios del siglo XX. Europa buscó en Marte un espejo para su propia situación espiritual.

Y hoy sigue sucediendo algo semejante. El gran mito marciano contemporáneo es el de la célebre "cara de Marte". Sin duda, un efecto de luz sobre el paisaje; pero un espejismo con un profundo signficado cultural. Como los moais de la isla de Pascua, la cara de Marte, genuinamente humana, representa el rostro metafísico del hombre. El hombre como misterio espiritual expresado en su rostro. En una época que se esfuerza por rebajar la categoría ontológica del ser humano (como hace la vulgata biológica, que repite sin cesar el tópico de que "compartimos el 99% del genoma con los chimpancés"), el rostro de Marte nos pone en contacto con el misterio infinito del ser humano, en cuyo rostro nos asomamos a un abismo imposible de agotar: un abismo insondable porque la finitud humana confina con la infinitud de Dios.

Marte tiene, pues, muchas cosas que decirnos. Y no tanto sobre hipotéticas civilizaciones extraterrestres como sobre la situación espiritual de nuestro propio mundo.






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viernes, 25 de mayo de 2007

SUJETO MODERNO Y HOMBRE MEDIEVAL

Desde el siglo XVIII, el sujeto moderno, emancipado de su antigua servidumbre teocéntrica, ha pretendido "ser él mismo". Rousseau, en sus "Confesiones", inaugura la subjetividad moderna. Una subjetividad que, sociológicamente, ha desembocado, a finales del siglo XX y principios del XXI, en el mito de que "hay que ser uno mismo". En otras épocas, el hombre no pretendía "ser él mismo", sino ajustarse a un cierto patrón antropológico culturalmente establecido, de modo que ese "ser él mismo" no constituía un objetivo primordial. No es que se despreciara totalmente la subjetividad -todo ser humano es único e irrepetible: no somos meras copias de un modelo estándar-; pero ésta se percibía como una realidad potencialmente problemática. Lo esencial era, como decimos, ajustarse a un patrón antropológico para, dentro de ese molde, y de modo secundario y derivado, dar cauce al desarrollo de la personalidad individual.

Tal era la antropología subyacente en la Edad Media, prototipo de era tradicional en Occidente. Pero el hombre contemporáneo, siguiendo la estela de Nietzsche, Rimbaud y Kerouac, insiste en un individualismo que rechaza, como inadmisibles imposiciones ontológicas, esos patrones antiguamente tan valorados. Unos patrones que servían para encauzar existencialmente al individuo, que, sin ellos, fácilmente se desliza hacia el caos, la anarquía y el narcisismo, cuando no directamente hacia la desazón vital y la depresión. Es justamente lo que sucede hoy: los hombres quieren "ser ellos mismos", pero ya no saben cómo conseguirlo. Fascinados por el sendero individualista de Leonardo da Vinci, Giordano Bruno o Hermann Hesse, caen en la indeterminación vital del hombre posmoderno, que es una nueva versión del "hombre sin atributos" de Musil.

Una de las grandes revoluciones que debe afrontar la cultura occidental consiste precisamente en la restauración del valor antropológico de la objetividad, de los moldes, patrones o cánones de los que hablamos. Sin ellos, el ser humano no sabe cómo madurar y se dispersa. El propio Hermann Hesse nos lo enseña: su ideal no está en esa exaltación del individualismo que es Demian, sino en el Joseph Knecht de "El juego de los abalorios", que entra en esa especie de orden religioso-laica de la cultura que es Castalia. Una orden que, ofreciendo un exigente modelo de perfección humana, salva a sus miembros de la acción centrífuga y disgregadora de la cultura moderna.

Sin embargo, Joseph Knecht también termina fracasando. Hermann Hesse no consiguió resolver satisfactoriamente el problema de cómo acomodar la subjetividad moderna en los antiguos patrones de objetividad antropológica. El río de Heráclito es más poderoso que el ideal cultural de Castalia. De modo que el desafío sigue en pie: ¿cómo recuperar lo mejor de la subjetividad medieval sin perder lo legítimo de la subjetividad moderna? ¿Cómo armonizar el flujo de Heráclito con la permanencia de Parménides? Una pregunta abierta de la que depende en gran parte el futuro de nuestro mundo.

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SARTRE Y LA RELIGIÓN DEL CONSUMO

¿Podemos afirmar que existe una "religión del consumo"? Tal vez pueda parecer paradójico o exagerado, pero, en efecto, así es. Los sociólogos contemporáneos hablan desde hace años sobre los grandes centros comerciales como "nuevos templos civiles". Unos templos a donde millones de individuos acuden inconscientemente en busca de un remedio -bien es cierto que de muy baja calidad y eficacia- contra la sensación difusa de insatisfacción y malestar que es como la música de fondo de sus vidas. Antiguamente, los hombres iban a los templos a orar. Hoy, acuden a los grandes almacenes a comprar.

El acto de consumo, la adquisición de tal o cual producto, actúa hoy como una especie de sucedáneo de los antiguos sacramentos. En el genuino sacramento religioso, el creyente entra en contacto con la plenitud ontológica y de sentido que procede de la esfera de lo divino. En ese sucedáneo del sacramento que es el acto de compra consumista, el consumidor obtiene la satisfacción pasajera proveniente de la cosas que adquiere. Lo cual significa una traducción práctica de dos conocidos conceptos filosóficos elaborados por Sartre: las cosas son "ser-en-sí", plenas, macizas, idénticas a sí mismas, no-problemáticas, como el Ser de Parménides. El hombre, en cambio, es "ser-para-sí": una escisión, una hendidura, una conciencia en principio vacía que necesita llenarse con el contenido que le aportan el ser de las cosas. En otros tiempos, ese ser que daba contenido a la conciencia procedía del universo de la cultura. Pero ahora, cuando la cultura occidental ha entrado en una fase de indescriptible caos, cuando, según el título del célebre libro de Lipovetsky, hemos entrado en "la era del vacío", en la era nihilista del "último hombre" de Nietzsche y de Fukuyama, el individuo occidental standard ya sólo sabe "sentirse lleno" en el fugaz momento de la adquisición de un objeto. Un objeto que, de momento, le aporta una revitalizante euforia, pero que, después, queda contaminado por la esterilidad, la impotencia y la desorientación espiritual del sujeto que lo ha adquirido.

El individuo moderno necesita adquirir una sensación de consistencia que hoy no encuentra en ningún lugar. Se trata, en el fondo, de la vieja experiencia humana según la cual el hombre es un ser frágil y menesteroso, que precisa, para autorrealizarse como ser humano genuino, una plenitud ontológica más densa y frondosa que la suya: la plenitud de lo sacrum, del universo de lo divino. El hombre actual percibe confusamente esa misma menesterosidad, pero pretende ponerle remedio mediante métodos completamente equivocados. Uno de ellos es la moderna religión del consumo, que deja al sujeto tan insatisfecho como el Tántalo de la mitología.

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viernes, 18 de mayo de 2007

OCCIDENTE Y LA IDEA DE FIN DEL MUNDO

En principio, la tradicional idea de fin del mundo es ajena a la mentalidad posmoderna, para la que el tiempo es una realidad horizontal que discurre de una manera ininterrumpida, uniforme e inexorable, sin que pueda existir ningún tipo de final abrupto de ese devenir cronológico. En realidad, se rechaza la idea escatológica de fin del mundo por razones muy similares a las que llevan a reprimir la idea de la muerte personal. La posmodernidad ideológica dominante, basada en los principios del inmanentismo, el empirismo y el hedonismo, no quiere asomarse a ningún tipo de abismos: ni teológicos, ni antropológicos, ni de ninguna otra clase.

Y, sin embargo, la noción de fin del mundo sigue vigente en el inconsciente colectivo del Occidente contemporáneo. Habiendo construido una civilización materialista y vacía, Occidente se siente irresistiblemente atraído por la idea de un final catastrófico que fuerce una gran metamorfosis espiritual del mundo. Manifestaciones de este "deseo inconsciente de fin del mundo" son: el horizonte del holocausto nuclear durante la Guerra Fría; Mayo del 68, con la promesa de descubrirnos la playa bajo los adoquines de París; la propia caída del Muro de Berlín, vivida por muchos como un acontecimiento escatológico; la Guerra del Golfo, ensayo de un posible enfrentamiento futuro a gran escala entre Occidente y el Islam; las célebres profecías de Nostradamus; el cine apocalíptico de Hollywood ("Deep Impact", "Armageddón"); el efecto 2000, que amenazó con un supuesto caos informático que nunca se produjo; los atentados del 11 de septiembre en Nueva York; y, en fin, la amenaza del asteroide Apophis para 2036, que, al chocar contra la Tierra, podría provocar un cataclismo de devastadoras consecuencias.

De modo que la posmodernidad oficial desdeña irónicamente, como un objeto cultural inofensivo, la idea de fin del mundo, pero la posmodernidad sociológica -sensible a las ensoñaciones y deseos del inconsciente colectivo occidental- se siente enormemente atraída por tal idea. Y ello por un motivo muy sencillo: en la dicotomía entre Eros y Thanatos que nos describió Freud, es evidente que el Occidente actual, consciente de su propio vacío y de su nihilismo, se siente más atraído por el Thanatos de su autodestrucción que por un Eros constructivo que sólo serviría para seguir apuntalando una cultura y una forma de vivir que amenazan ruina. De este modo, Occidente se habría adherido, finalmente, a las pesimistas tesis de Spengler: que la civilización occidental ha llegado a su ocaso y se aproxima a su momento final.

Un tema éste que, sin duda, da materia suficiente para largas y muy distintas reflexiones. Pero aquí vamos a apuntar sólo una, que nos parece esencial: ninguna simple catástrofe exterior provocará el final de nuestro mundo. Si queremos que este mundo termine, sólo existe un camino efectivo: la metamorfosis operada desde dentro. Una "metanoia", un cambio de valores, una revolución cultural que empiece en lo más íntimo de nosotros mismos, en el ritmo y dirección de nuestros pensamientos, en nuestros hábitos perceptivos y en todas las dimensiones de nuestra vida. Un cambio, por cierto, para el que ni Nietzsche ni los profetas de la Era de Acuario pueden darnos la clave. Porque la clave para esta revolución sólo puede estar en el Domingo de Pascua, en el Octavo Día de la Creación, en Cristo Resucitado y en la luz indescriptible de un universo transfigurado. Un Universo en el que, entre otras cosas, ya no nos seducirá la idea de fin del mundo, porque nos sentiremos envueltos en la atmósfera de un mundo lleno de una alegría que ya no tiene fin.

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LA INCOHERENCIA METAFÍSICA DE KANT

Una de las frases más célebres de Immanuel Kant es aquella en la cual el ilustre filósofo de Königsberg decía: "Dos cosas hay que llenan mi ánimo de admiración: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí". Ahora bien: precisamente ahí, en el cielo estrellado y en la ley moral, tiene la filosofía perenne -esa gran olvidada unas veces y vilipendiada otras- la base para dos de sus más clásicos argumentos en favor de la existencia de Dios. En efecto: el cielo estrellado simboliza el orden del universo, que filosóficamente conduce a la existencia de una Inteligencia Ordenadora -recordemos la quinta vía de Tomás de Aquino-, su majestuosidad infinita nos hace pensar en el mundo supralunar de Aristóteles (mundo espiritual por encima de la corruptibilidad y mutabilidad del mundo terrestre), y su giro en torno a la Estrella Polar nos remite a la idea del Centro del Mundo y del Primer Motor Inmóvil. Por su parte, la ley moral -que la conciencia descubre, pero no crea- sólo puede ser explicada, en último término, como producto de un orden moral objetivo y transcendente al sujeto humano: un orden moral creado por Dios, o que, al menos, apunta hacia el horizonte de Dios.

Si hubiera sido coherente con sus propias tesis filosóficas, Kant no habría debido confesar admiración alguna ni por el cielo estrellado ni por la ley moral: el cielo estrellado no sería más que parte del universo fenoménico insertado en las coordenadas del espacio y el tiempo, límite -según Kant- de lo que la mente humana puede conocer. Y, en cuanto a los fundamentos remotos de la ley moral, hay que decir que pertenecen, igual que el hipotético "yo" o alma, al ámbito del noúmeno, incognoscible para el hombre. De modo que, en la filosofía kantiana, tampoco hay razón para admirarse de esa ley que siento en mí, pero cuyo origen y significado mi mente, encerrada en la cárcel cósmica de los fenómenos, es incapaz de desentrañar.

Por supuesto, lo que sucede es que Kant negó a priori, por razones emocionales y psico-históricas, la posibilidad de la metafísica, y luego elaboró, a posteriori, un sistema filosófico ad hoc que utilizó como apoyatura argumental para aquello que él ya había negado de entrada. Pero, en realidad, lo que rechazó fue la metafísica abstracta, anquilosada y racionalista que se practicaba en su época, y no toda forma de metafísica. De modo que, cuando decía admirar el cielo estrellado y la ley moral, estaba admitiendo implícitamente la metafísica y contradiciéndose a sí mismo. Lo cual nos demuestra una vez más que, con frecuencia, los filósofos piensan mejor cuando lo hacen como simples hombres que cuando se ponen oficialmente a filosofar.

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sábado, 12 de mayo de 2007

EL GRAN ERROR TEOLÓGICO DE NIETZSCHE

Resulta paradójico que Nietzsche, gran padre del ateísmo moderno, fundamentara todo su pensamiento sobre un radical error teológico acerca de lo que en realidad es el cristianismo. Para Nietzsche, el cristianismo es, como se sabe, "platonismo para el pueblo" y, por lo tanto, implica la misma desvalorización del mundo que existe en la filosofía dualista de Platón: en éste, el mundo visible constituye un pobre reflejo del mundo de las Ideas, y el filósofo debe transcender este mundo para acceder a la visión intelectual superior y conocer la verdadera realidad. Del mismo modo -según Nietzsche-, el cristianismo supone una condena del mundo creado, pues el mundo, supuestamente, nos aleja de Dios. En definitiva, el cristiano, para amar a Dios, se ve obligado a despreciar el mundo.

Toda la teoría de Nietzsche sobre la religión descansa sobre esta idea. Y, desde luego, si el cristianismo realmente dijera lo que Nietzsche cree que dice, habría que hacerse nietzscheano: un cristianismo que obligara a despreciar el mundo, a mirarlo con el desagrado de quien considera que el universo material es un lamentable error, no merecería la adhesión de nuestra alma. Pero es que, por supuesto, el cristianismo no dice eso: bien entendida, la filosofía cristiana no establece ninguna incompatibilidad entre el amor al mundo y el amor a Dios. Para Nietzsche, cuanto más se ama a Dios, menos se ama y más se condena al mundo. Pero Cristo ha establecido la ley universal del amor, que no conoce excepciones: hay que amar a Dios, pero también al mundo. Y no existe confrontación alguna entre ambos: cuanto más se ama a Dios, más se ama al mundo; y, cuanto más se ama al mundo, más se ama a Dios. Ambos amores se refuerzan recíprocamente. San Francisco de Asís, el santo de la comunión mística con el universo y del amor infinitamente delicado a todas sus criaturas, siempre lo entendió muy bien: amar al "hermano Sol" y a la "hermana Luna", a la "hermana agua" y a la "hermana noche", no comporta ningún alejamiento de Dios, sino todo lo contrario.

Y todo esto es justamente lo que Nietzsche, que fundamentó su filosofía en una visión errónea del cristianismo, nunca entendió. Nietzsche no tenía que haber lanzado sus ataques contra el cristianismo, sino más bien contra la gnosis, que sí supone claramente un rechazo total al mundo de la materia, supuesto obstáculo para que el alma del "hombre pneumático" -del gnóstico aristocrático y gélidamente intelectual- retorne al Pleroma, el mundo inmaterial que considera su verdadera patria. O bien contra las filosofías de Oriente, para las que el mundo material se identifica con el velo de Maya, con la apariencia ilusoria que hemos de transcender y abandonar para acceder finalmente al Absoluto. La gnosis y Oriente nos obligan a elegir entre Dios y el mundo. Pero el cristianismo no lo hace: pues el amor a Dios y el amor al mundo no se excluyen. Lo que sí rechaza el cristianismo es el amor excluyente: un amor a Dios que implique despreciar el mundo no es propiamente cristiano (puede despreciarse el mundo entendido como fuente de seducciones, pero no el mundo en cuanto que mundo mismo). Y, claro, tampoco es cristiano un amor idolátrico al mundo que implique negar el amor a Dios.

Pero Nietzsche prefirió no entrar en estas matizaciones, que al parecer consideró superfluas e innecesarias. Como tantos otros, optó por quedarse en una visión simplificadora y falseada del cristianismo para poder atacarlo con mayor facilidad. Ayer como hoy, la pereza del pensamiento, propia de los malos filósofos, conduce a no querer ver la realidad tal como ésta es -por ejemplo, la realidad del cristianismo-, sino como uno, arrastrado por sus prejuicios, la quería ver de antemano.

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viernes, 4 de mayo de 2007

OCCIDENTE Y LOS PEREGRINOS DE PETRA


Petra, ciudad nabatea. La ciudad del desierto jordano, entre el Mar Muerto y el Golfo de Aqaba, construida por los nabateos en el siglo III a. C., paso obligado para las caravanas que partían de Damasco y el Golfo Pérsico. Tras siglos de prosperidad, cayó en el olvido hasta ser redescubierta en 1812 por el explorador suizo Johann Burckhardt. Y hoy, a principios del siglo XXI, uno de los grandes iconos del imaginario occidental, de modo similar a Stonehenge o las líneas de Nazca.

Pero, ¿por qué fascina Petra? Sobre todo, porque simboliza la inmersión en la intemporalidad del desierto. El silencio, la soledad, la experiencia metafísica ligada a las grandes rocas como hierofanías. Los macizos rocosos de Petra, la ciudad escondida en el desierto, nos ponen en contacto con el universo de la transcendencia y de lo sagrado. El contacto con Petra supone una auténtica experiencia de orden espiritual. Un silencio que atraviesa el espesor de los siglos, el desierto circundante como lugar de encuentro con Dios.

Miles de turistas visitan cada año las ruinas de Petra y quedan sobrecogidos por su grandeza. Las imágenes de Petra están hoy ampliamente difundidas: nuestro universo icónico, el supermercado contemporáneo de las imágenes planetarias, ha fagocitado la imagen de Petra, como la de Stonehenge o las de los monasterios griegos de los Montes Meteoros. Y nos volvemos insensibles ante su profundo significado: porque Petra marca el rumbo al que debe dirigirse hoy la cultura occidental: el retorno al silencio del desierto, el redescubrimiento de la objetividad ontológica representado por las grandes rocas, como las de Petra o las del macizo plutónico de Montserrat. Jack Kerouac, símbolo del nómada existencialista contemporáneo, emprendió su peregrinación hacia el Oeste americano, hacia la soledad de las Montañas Rocosas, hacia San Francisco y el Pacífico como nuevo Finisterre, como frontera metafísica del mundo. Pero el destino de Kerouac está en Petra. En los parajes agrestes y pedregosos donde lucharon contra sus demonios los Padres del Desierto. En el cielo infinito bajo el que vivieron los beduinos y se tejieron las innumerables leyendas de Oriente. Petra es nuestro pasado y nuestro futuro. Nuestro futuro, porque el subjetivismo relativista posmoderno sólo puede regenerarse reinsertándose en la objetividad ontológica del ser: no tanto en el Urwald, en el bosque germánico primordial de Heidegger, como en las rocas silenciosas del desierto de Petra. Petra como lugar de reencuentro con el Dios que convirtió en peregrino al viejo Abraham.

También Occidente tiene que convertirse en peregrino y ponerse en camino hacia Petra, puerta de entrada para una peregrinación infinita hacia los confines del mundo. Que así sea.

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