viernes, 19 de enero de 2007

EUROPA Y LAS DOCE ESTRELLAS DEL APOCALIPSIS


Existen momentos cruciales en los que una civilización se juega el rumbo de su futuro: y esto es precisamente lo que le sucede a Europa en la hora actual. La sonada polémica en torno a la mención de las raíces cristianas de Europa en el Preámbulo de la hoy comatosa Constitución Europea constituyó, hace ahora ya algún tiempo, una encrucijada decisiva. La Europa masónica y laicista de Giscard d’Estaing se negó entonces a introducir la referencia a las raíces cristianas de la civilización europea.

Por supuesto, ni Giscard d’Estaing ni sus acólitos ignoraban lo que es evidente: sabían que esas raíces cristianas han sido fundamentales para la construcción de la cultura europea a lo largo de 2.000 años de Historia. Ahora bien: su negativa expresaba la voluntad de que, de ahora en adelante, el cristianismo sea sistemáticamente ignorado y suprimido a la hora de tomar decisiones, aprobar leyes y, en general, configurar la cultura europea del siglo XXI. La consigna es desterrar el alma cristiana del solar europeo y construir un nuevo tipo de cultura, asentada en los pilares del racionalismo, el cientifismo, el individualismo y el pragmatismo: algo así como el “mundo feliz” de Huxley, pero desprovisto de su apariencia más escandalosamente deshumanizada, para que la deshumanización que se nos propone resulte más aceptable.

Tal es, explicadas las cosas en telegráfica síntesis, la voluntad anticristiana que caracteriza a la Unión Europea posmoderna de finales del siglo XX y principios del siglo XXI. Pero, a poco que se conozca la Historia, se impone reconocer que tal voluntad contradice de modo flagrante el germen fundacional del proceso de integración europea, surgido tras finalizar la Segunda Guerra Mundial. En efecto: tras 1945, fueron los políticos democristianos de Europa Occidental –con Schuman, De Gasperi y Adenauer a la cabeza- quienes impulsaron el delicado proceso de reconciliación del que es absoluta tributaria la Unión Europea actual. Por lo cual, si esta Unión Europea de hoy quiere expulsar de su seno todo elemento operativo cristiano –como hizo al vetar a Rocco Buttiglione-, estará renegando simultáneamente de sus propios orígenes como institución política.

Pero no es sólo eso. Si la Unión Europea quiere convertir el cristianismo en un inofensivo objeto cultural de tipo museístico, si quiere expurgarse a sí misma de la molesta presencia de la Cruz, entonces, y para ser coherente, tendría que deshacerse de su propia bandera. En efecto: porque el simbolismo de la bandera de la Unión Europea –esas doce estrellas en círculo sobre fondo azul- es inequívocamente cristiano.

Los hechos son relativamente conocidos, pero no está de más recordarlos. Esta bandera fue diseñada en 1950 por Arsene Heitz, ciudadano de Estrasburgo, para competir en un concurso en el que fue seleccionada, siendo adoptada finalmente en 1955 como bandera oficial europea por el Consejo de Europa. Y, como explicó en 1989 el propio Heitz –artista católico y devoto de la Virgen María-, ese diseño de estrellas en círculo se inspiró en el capítulo 12 del Apocalipsis, que presenta a “una mujer vestida de sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza”; en cuanto al azul, como se sabe, es el color mariano por excelencia en la historia de la pintura occidental. De modo que –paradojas de la Historia-, esta Unión Europea de hoy, crepuscular, alejandrina, hedonista, instalada a medio camino entre el narcisismo y la gnosis, pero sobre todo anticristiana, ostenta una bandera que, simbólicamente, se encuentra en relación con las apariciones de la Virgen de Fátima en 1917 y con la definición del dogma de la Asunción de la Virgen María, efectuado por Pío XII en 1950. Recordemos que, tras 1945, los más prestigiosos pensadores católicos europeos comprendieron muy bien que la regeneración del alma de Europa sólo podría realizarse a partir de un núcleo metafísico específicamente cristiano y dentro de una “atmósfera escatológica”: una atmósfera muy viva en la conciencia europea a la altura de 1950 o 1955, pero hoy al parecer olvidada.

De este modo, y como hemos explicado, si la Unión Europea actual quiere rechazar para su futuro la presencia operativa de su innegable herencia cristiana, estará renegando también de su propio origen tras la Segunda Guerra Mundial –articulado en torno a un eje espiritual cristiano- y del simbolismo de su bandera: un simbolismo que evoca a la Virgen María –y, por lo tanto, a la Iglesia Católica- y el horizonte escatológico de la Jerusalén Celeste. En realidad, lo que se propone la Unión Europea es otorgar definitiva carta de naturaleza en Europa a un cómodo subjetivismo religioso –el cóctel espiritualoide posmoderno, a gusto del consumidor y de sus pasiones-, a la vez que se declara oficialmente la apostasía respecto al Dios hecho hombre y que sube a la Cruz.

¿Puede Europa realizar tal apostasía? Indudablemente, en uso –mal uso, claro- de su libertad. De este modo, se continuará perpetrando el freudiano asesinato arquetípico del padre, iniciado por la Ilustración en el siglo XVIII, diagnosticado por Nietzsche a finales del siglo XIX e intensificado en Europa desde la segunda mitad del siglo XX, con la revolución cultural de los años 60 y la incorporación de ciertos principios del Mayo Francés al pathos y al ethos de la posmodernidad. Hoy como en 1968, una Europa adolescente, embriagada por un sentimiento de omnipotencia tecno-científica y entregada a la dinámica del narcisismo, sigue cometiendo ese asesinato del padre que, además de en muchas otras manifestaciones, se concreta en la de excluir toda referencia al cristianismo dentro de la Constitución Europea. Europa quiere desligarse de todo marco espiritual objetivo y construir en el siglo XXI una nueva Torre de Babel, a mayor gloria del hombre occidental y de su capacidad, hoy cuasi-mágica, para manipular científicamente la materia, las energías del cosmos y hasta la propia naturaleza constitutiva de lo humano, como prometen hoy los gurúes de la ingeniería genética.

Pero, evidentemente, no es éste el camino adecuado. Utilizando un término de la filosofía oriental, el asesinato del padre –de Dios- activa las fuerzas oscuras del karma colectivo de Europa y prepara la venganza de Némesis, la misteriosa justicia cósmica de los griegos. Europa sólo puede salir de su actual laberinto mediante el reencuentro con el padre a todos los niveles: lo cual, en última instancia, significa una reconciliación con el Dios cristiano, como en la parábola evangélica del hijo pródigo. En efecto: Europa es ese hijo pródigo que, desde la Ilustración, viene diciendo al Padre: “Dame mi parte de la herencia”, para organizar su vida al margen de Dios. Pero, igual que a ese hijo de la parábola, tampoco a la Europa de la autonomía y la autosuficiencia le ha ido muy bien: como todos sabemos, el optimismo del siglo XVIII se ha convertido en el desencanto del siglo XX. Hoy, en fin, Occidente vive instalado en un cínico escepticismo y ya no cree ni en sí mismo ni en las grandes palabras de antaño; a pesar de lo cual insiste en el sueño insensato de una nueva Torre de Babel como promesa de felicidad. Ahora bien: la felicidad sólo se encuentra en la verdad; y la verdad siempre habita en los aledaños de Dios, territorio transfigurado en cuyo cielo brilla, según el relato de ciertos viajeros adelantados y como ojalá algún día sobre Europa, una corona de doce estrellas.

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