lunes, 19 de febrero de 2007

BENEDICTO XVI Y EL RETORNO A MONTECASSINO


Como resulta obvio, Europa atraviesa hoy una tremenda crisis de identidad. El fracaso de la Constitución Europea, rechazada por Francia y Holanda, así lo atestigua. Habermas, demostrando una ignorancia supina, considera posible renunciar a una fundamentación cultural e histórica del ser de Europa, en beneficio de una mera legitimación racionalista y democrática. Pero esto significa dar carta de naturaleza al más espantoso vacío espiritual, renunciando a las verdaderas raíces del ser europeo.

Tales raíces se encuentran, sin duda, en el monasterio benedictino de Montecassino, fundado en el año 529 por San Benito de Nursia. La casa matriz de los benedictinos es la semilla en torno a la cual se va desarrollando, en las profundidades de la Alta Edad Media, la identidad de Europa. Fusionando el genio germánico con el elemento mediterráneo en un crisol espiritual unitario. Grecia y Roma son también, por supuesto, componentes constitutivos del ser europeo; pero, por sí solos, sin la acción aglutinante y unificante de la fe cristiana transformada en vida y cultura dentro de Montecassino, Europa no habría llegado a existir tal como la conocemos. La cultura europea se ha gestado en el silencio de los claustros benedictinos, en el trabajo paciente de los amanuenses que copiaban antiguos pergaminos dentro de sus bibliotecas. Allí, en el "ora et labora" de San Benito, está el núcleo espiritual de lo que luego sería el frondoso árbol de la cultura y la historia europea.

Cuando Joseph Ratzinger eligió, como nombre para su pontificado, el de Benedicto XVI, sin duda tenía en mente a los monjes benedictinos. Hoy, cuando Europa atraviesa una crisis de identidad sin precedentes, cuando la masonería tecnocrática querría borrar todas las señas de identidad cristianas de Europa -conduciéndola así a la más absoluta desorientación espiritual-, el nombre de Benedicto XVI nos indica que, si queremos lograr una auténtica refundación metafísica de Europa, debemos retornar al silencio de Montecassino. Allí está nuestro axis mundi. Como en la parábola evangélica del hijo pródigo, una Europa individualista y narcisista que hoy navega sin rumbo por los mares de la Historia debe reencontrarse consigo misma retornando a la más íntima interioridad de su ser. Spengler, en su teoría de la decadencia de Occidente, señalaba con razón que Europa había alcanzado un fin de ciclo. Pero ese fin de ciclo no significa simplemente el crepúsculo alejandrino de una civilización que declina sin remedio. Europa debe asistir a un nuevo y esplendoroso amanecer. Un amanecer que, sin embargo, los europeos del siglo XXI sólo podrán contemplar desde el silencio puro que, al despuntar el día, envuelve los muros venerables de la abadía de Montecassino.

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